Gloria Cepeda Vargas
“El problema del Cauca no se
soluciona a bala”, dice Temístocles Ortega, gobernador del departamento y
añade: “Los estudiosos del tema denominan como causas objetivas de la
violencia: ignorancia, pobreza, marginalidad, abandono, falta de presencia del
Estado”. Seamos claros: la única causa del caos en que naufraga nuestro
departamento no es otra cosa que la politiquería.
Sí señores y señoras, analistas,
académicos, antropólogos, políticos, sociólogos y demás estudiosos de una
realidad que rebasa los límites del asombro. Nos acostumbramos a escudarnos en
linajes marchitos, a esconder la cabeza como el avestruz, a dormir al arrullo del
crujir mortecino de los “mármoles épicos” y de los “muros invictos” que hace
tiempo rodaron por el suelo de espaldas al “pueblo”, esa fracción de la
sociedad negada por tirios y troyanos, que para sobrevivir (si es que lo que
padecen puede llamarse vida) se mete bajo la ruana mientras el invierno andino
fustiga los tejados y la avilantez de quienes se acostumbraron a administrarnos
de pies a cabeza, hace de las suyas. Lo grave de esta situación es que todos la
conocemos. Los de arriba arrellanados como budas en sus tronos grotescos, los
de abajo hechos a la reverencia ciega y lo que es peor: al servilismo
incondicional.
Nuestra casta gobernante, esta
ralea soberbia, enquistada como una excrecencia tumefacta en los órganos más
sensibles de la nación, se constituyó no sólo en lo que llamamos “una clase
política”. Ese calificativo venido de nobles canteras no es aplicable en este
caso. Con excepciones, los y las “honorables” que desde los estrados
parlamentarios legislan sólo para su conveniencia en forma muchas veces
dinástica y casi siempre venal, se acostumbraron a delinquir gravemente sin
imputabilidad ni sanción algunas y hoy se consideran con derecho a hacerlo.
Acceder a una curul o a cualquier forma de poder nacional, estatal o municipal,
antes que un deber de honor se volvió aquí un modus vivendi que medra a la
sombra de la trapacería. Y como el poder y el dinero van de la mano, ahí
tenemos a estos mono sabios enfundados en trajes bien cortados, viajando
gratis, devengando obscenas remuneraciones, engordando sus faltriqueras
mientras los hijos de la gleba languidecen y mueren de inanición o
desesperanza. El Cauca no es un departamento, es un feudo expoliado por cinco o
seis familias de vieja o nueva data cuyos nombres y andanzas conocemos. Ellas ponen,
quitan, doblan y alisan a su antojo. Violencia, abandono, falta de presencia
del estado no son más que eufemismos zalameros para enmascarar los dimes y diretes
de una clase politiquera graduada con honores en la universidad de la
hipocresía y la costumbre. El nuestro es un coto feudal, de amos y esclavos, de
terratenientes y terrazgueros, de “nobles” y plebeyos. No es raro entonces que
el cántaro desbordado amenace con romperse. Esto se veía venir. Nuestro pobre
Cauca ignorante y de espaldas a la vida, naufraga. ¿Politiquería? Sí señores,
politiquería de la más vil, de la más destructora, de la más amarga.
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