domingo, 12 de agosto de 2012

Una sola palabra


Gloria Cepeda Vargas

“El problema del Cauca no se soluciona a bala”, dice Temístocles Ortega, gobernador del departamento y añade: “Los estudiosos del tema denominan como causas objetivas de la violencia: ignorancia, pobreza, marginalidad, abandono, falta de presencia del Estado”. Seamos claros: la única causa del caos en que naufraga nuestro departamento no es otra cosa que la politiquería.

Sí señores y señoras, analistas, académicos, antropólogos, políticos, sociólogos y demás estudiosos de una realidad que rebasa los límites del asombro. Nos acostumbramos a escudarnos en linajes marchitos, a esconder la cabeza como el avestruz, a dormir al arrullo del crujir mortecino de los “mármoles épicos” y de los “muros invictos” que hace tiempo rodaron por el suelo de espaldas al “pueblo”, esa fracción de la sociedad negada por tirios y troyanos, que para sobrevivir (si es que lo que padecen puede llamarse vida) se mete bajo la ruana mientras el invierno andino fustiga los tejados y la avilantez de quienes se acostumbraron a administrarnos de pies a cabeza, hace de las suyas. Lo grave de esta situación es que todos la conocemos. Los de arriba arrellanados como budas en sus tronos grotescos, los de abajo hechos a la reverencia ciega y lo que es peor: al servilismo incondicional.

Nuestra casta gobernante, esta ralea soberbia, enquistada como una excrecencia tumefacta en los órganos más sensibles de la nación, se constituyó no sólo en lo que llamamos “una clase política”. Ese calificativo venido de nobles canteras no es aplicable en este caso. Con excepciones, los y las “honorables” que desde los estrados parlamentarios legislan sólo para su conveniencia en forma muchas veces dinástica y casi siempre venal, se acostumbraron a delinquir gravemente sin imputabilidad ni sanción algunas y hoy se consideran con derecho a hacerlo. Acceder a una curul o a cualquier forma de poder nacional, estatal o municipal, antes que un deber de honor se volvió aquí un modus vivendi que medra a la sombra de la trapacería. Y como el poder y el dinero van de la mano, ahí tenemos a estos mono sabios enfundados en trajes bien cortados, viajando gratis, devengando obscenas remuneraciones, engordando sus faltriqueras mientras los hijos de la gleba languidecen y mueren de inanición o desesperanza. El Cauca no es un departamento, es un feudo expoliado por cinco o seis familias de vieja o nueva data cuyos nombres y andanzas conocemos. Ellas ponen, quitan, doblan y alisan a su antojo. Violencia, abandono, falta de presencia del estado no son más que eufemismos zalameros para enmascarar los dimes y diretes de una clase politiquera graduada con honores en la universidad de la hipocresía y la costumbre. El nuestro es un coto feudal, de amos y esclavos, de terratenientes y terrazgueros, de “nobles” y plebeyos. No es raro entonces que el cántaro desbordado amenace con romperse. Esto se veía venir. Nuestro pobre Cauca ignorante y de espaldas a la vida, naufraga. ¿Politiquería? Sí señores, politiquería de la más vil, de la más destructora, de la más amarga.

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