Gloria Cepeda Vargas
Estuve dos semanas recluida en el
Hospital Clínico Universitario de Caracas. Quince días durante los cuales la
sapiencia y profesionalismo del personal médico y paramédico de esa institución
me trajo nuevamente a la vida.
Nacido en 1943 con Eleazar López
Contreras, inaugurado el 16 de mayo de 1956 con Marcos Pérez Jiménez y enclavado
en el perímetro de la Ciudad Universitaria de Caracas, donde la Universidad
Central de Venezuela, la entrañable “Casa que vence las sombras”, sigue siendo
epicentro de la mejor formación académica del país, el Hospital Clínico
Universitario responde a las exigencias del ambiente y se constituye en pionero
de la formación y capacitación de nuevas generaciones en el área de la
medicina, catalogado como una obra invaluable y paradigmática de referencia
médico asistencial tanto nacional como internacionalmente.
Esto es apenas una referencia
hecha a vuelo de pájaro acerca de su tesonera labor. A pesar de los escollos
afrontados por médicos y pacientes, como es, entre otras aciagas circunstancias,
la dificultad presupuestaria derivada de la crisis que actualmente se cierne
sobre el país, este hospital continúa a la cabeza de lo que fue una red
hospitalaria que con las fallas que podríamos llamar de rigor, surtió con
eficiencia las necesidades de salud del pueblo caraqueño y poblaciones aledañas.
De mis quince días de permanencia
en sus instalaciones, guardo las necesarias prioridades que se imponen en la
historia de todo enfermo grave: noches de desvelo, goteo monótono de suero y líquidos
revitalizantes, solitarios corredores nocturnos, molestias físicas inevitables,
con un trasfondo de batas, pantalones y zapatos inmaculadamente blancos que
entraban y salían incansablemente en la brega sin cuartel del día o en el silencio,
entre soñoliento y agorero, de la madrugada. Esto es lo que llamamos la prosa
de la vida, ese segmento incoloro y delirante que martilla o exalta sin
misericordia la cubierta material de estas criaturas inermes, desvalidas y
visceralmente sufrientes que somos los seres humanos.
La otra cara de la moneda, a más
de la ayuda de médicos y enfermeras, con la especial dedicación de los doctores
Rafael Flórez y Dorothy Lucas a quien debo la fotografía que ilustra esta nota,
responde al espectáculo de una pareja de guacamayas que tuvieron a bien enseñarme
la solución de esa ecuación misteriosa que rige la clave de la vida. Sobre un
pequeño territorio ceñido por el balcón de las primeras luces, las miraba iniciar
la jornada. En el tronco hueco de una palmera seca erguido en el centro del
cuadrilátero asfaltado, vivía la pareja tal vez aquerenciando los huevecillos
del futuro. A media mañana, entre gritos y aleteos iniciales, de repente dos saetas
azules se disparaban bajo el cielo como una ráfaga metálica ¿con qué rumbo? ¿hacia
las arboledas que limitan el campus universitario o en dirección al Ávila, esa
esmeralda de cambiante fulgor que con un pie en esta mezcla de sudor y cemento
y otro enclavado en los respiraderos de la costa, proyecta su sombra protectora
sobre los afanes de una ciudad que pareciera haber bajado de las nieblas
eternas? En la tarde, cuando el calor cobra fuerzas para fustigar el día por
venir, las veía despedirse de nosotros, las terrestres criaturas, desde la cima
de una acacia crepuscular. Era hermoso mirarlas, escucharlas, verlas irse y
volver como si recorrieran una elíptica que gravita al ritmo de los astros. Era
reconfortante comprobar que el arcano es un rompecabezas que empieza en el
suspiro de la tierra o en el código de las pequeñas o aladas criaturas, lejos
de nuestra vanidad e indefensión.
Ese recuerdo rige mis quince días
de dolencia. Un asomarme al vacío planetario, a la sabiduría de las cosas, a la
lección que imparten la admonición de la naturaleza y el ejemplo de quienes
hacen por esta Venezuela del corazón y la tolerancia, más que todas las armas,
las banderas y los uniformes del mundo.