Por Jairo Cala Otero / Periodista autónomo – Conferencista
-«¿Recibiste mis mensajes?» - decía el correo electrónico que Juan Abundio
le envió a Tremebunda, su excompañera de trabajo.
Hacía tres días que aquella comunicación, con una noticia de interés, había
sido transmitida; por eso, su interés en recibir una respuesta.
Pero Tremebunda no contestó el primer mensaje, ni el segundo. Mucho menos
los otros dos que, con intervalo de un día cada uno, Juan Abundio le había
enviado a su cuenta electrónica.
Pasaron muchos días, hasta que los dos se toparon en una calle céntrica de
su ciudad. Tras saludarse, él le preguntó a la mujer la razón por la que no había
tomado interés en la oportunidad de trabajo que le había ofrecido.
-¿Cuál oportunidad de trabajo?- cuestionó Tremebunda.
-La que te ofrecí en los correos que envié a tu buzón electrónico- contestó
Juan Abundio.
-¡Ay!, esteeee… ¿Cómo así…? ¿Un trabajo para mí? ¿Dónde?
-¡Ni más ni menos, amiga! ¿Tú no lees, acaso, tu correo?
-Pues, a veces. Es que no me alcanza el tiempo.
-No tienes ocupación alguna, ¿y no tienes tiempo para leer lo que te llega
a tu cuenta de Internet?
-Bueno… ¡Ay! ¿Cómo te dijera…?
-Pues te perdiste una gran oportunidad, Tremebunda. En mi empresa había una
vacante para ti. Necesitaba, con urgencia, una administradora de empresas. Como
tú.
-¿Y ya es tarde, Juanito?
-Sí, amiga. Es muy tarde. La necesitaba con suma urgencia. Ya contraté a
otra persona.
-¡Noooo! Yo necesito trabajar…
-Pero con tu desconexión del mundo contemporáneo, amiga, no vas a conseguir
empleo. Ocúpate de tener disciplina con esa estupenda herramienta de
comunicación que es Internet. No te digo que pases todo el tiempo «pegada» a tu
computadora, pero sí que te intereses en lo bueno que por allí te pueda llegar.
Como mis cuatro mensajes, que tú todavía no has leído.
Tremebunda se marchó a su casa, muy aburrida, después de terminar su
conversación con Juan Abundio. Había perdido el puesto de trabajo que anhelaba,
por su inconstancia en el uso de Internet. Hasta entonces no le había puesto el
suficiente cuidado a la trascendencia que este medio de comunicación tiene en
este siglo, llamado de las comunicaciones y de la revolución tecnológica a
todos los niveles.
Al llegar a su casa encendió su computadora, abrió su cuenta de correo y
leyó los mensajes de urgencia que Juan le había enviado. Entonces, no solamente
comprobó la verdad de aquella notificación positiva, sino que sintió un gran
pesar por ser tan descuidada en su comunicación interpersonal.
Lloró de tristeza y de rabia -como se lo confesara después a su madre- por
haber dejado escapar aquella oportunidad laboral, por tan ínfimo descuido. Pero
aprendió la lección: desde ese día se propuso no solamente leer, sino contestar
los mensajes que llegaran a su cuenta electrónica. «Estoy atrasada por lo menos
veinte años. Me pondré al día», se dijo a sí misma; y, luego, se actualizó
frente al uso de su computadora.
Como Tremebunda hay millones de personas. Aún no han caído en la cuenta de
la trascendencia de este medio de comunicación. Quizás lo han considerado un
«juguete caro», que emplean para transmitir «basura electrónica»: cadenas
mentirosas, anuncios también engañosos, chistes verdes, pornografía, virus
disfrazados de alertas y publicidad tentadora, injurias y calumnias,
especulaciones…
Pero la cortesía no figura entre sus prioridades. Y esa cortesía es simple
de cumplir. Apenas basta sentir respeto por el otro, para responder un mensaje.
Aunque el argumento más fácil (y facilista) sea decir: «No me queda tiempo».
Este cuadro de costumbres, que no concuerda con la revolución tecnológica,
me hace rememorar aquellos tiempos (no tan lejanos) en que escribir cartas a
mano era un deleite; porque uno esperaba ansiosamente una respuesta. Y ella
siempre llegaba, aunque el remitente estuviera muy lejos, y, por ende, la carta
se demorara bastantes días en llegar.
Los aviones eran los encargados de unir a las personas, al llevar las
cartas, metidas en sobres cerrados que llevaban estampillas por un valor
económico, a manera de pago por el servicio de transportar ese correo. También
existía el «correo urbano». Transportaba las cartas que circulaban en el
perímetro local, bien entre empresas o entre personas.
Tanto era el fervor del correo físico que cada vez que uno veía al
«cartero» -como se conocía popularmente al empleado encargado de repartir
domiciliariamente las cartas- le saltaba el corazón, porque el pensamiento
estaba centrado en una cavilación: «¿Traerá carta para mí?».
Hoy, en cambio, con tantas herramientas tecnológicas a la mano, muchísimas
personas ¡son una «estafa» en materia de comunicación! Abren cuentas
electrónicas por imitar a otros, pero no las usan; porque no abren sus correos,
por tanto, no los leen; o cuando se acuerdan de hacerlo, lo hacen cada dos o
tres meses. En ese lapso muchísimos mensajes han ingresado a sus cuentas, y,
después, no son capaces de leerlos todos; por consiguiente, lo único que se les
ocurre es borrar todos los mensajes, incluidos aquellos que pudieran contener
noticias de gran valor para ellas. (Como los enviados a Tremebunda por Juan
Abundio).
Qué lástima que entre más medios para comunicarnos hay, ¡menos comunicación
existe!
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