Phánor Terán, desde
Tunía, patrimonio cultural del municipio de Piendamó, febrero 9 de 2013
Por lo que parece, por estos
días, a lo que hay que temer no es al listado de los útiles escolares.
Parece más terrorífica la
infinidad de gallos, gadgets en lengua gringa, zarandajas como suelen decir los
españoles de a pie, pendejadas en lengua vulgar de por estos lados, de cachivaches,
chilindrines, juguetes, abalorios con las cuales se ha ido atiborrando la
maleta de los niños (desde los recién nacidos hasta los adolescentes), por
causa del consumismo con los cuales se pretende estar a la moda, que no
incomoda, de la internacionalización, de la expresión juvenil autónoma
individual, y contrarrestar la feroz competencia que desata el albor de la
madurez, la rivalidad individualidad y la prestancia social familiar.
No ha bastado la medida de
reponer la obligatoriedad del uniforme, aun cuando en ello, cada empresa
educativa, pública o privada, establece condiciones que exaltan la rivalidad de
clases, la prepotencia del poder económico en algo que debía nutrirse de absoluta
ausencia de las reglas envidiosas, excluyentes de la sociedad civil, donde el
exhibicionismo no para de establecer y de enrostrar la pobreza.
Ahora, hay que adicionar a la
exagerada y casi inútil lista escolar, los pachulís de todo orden y para las distintas
partes del cuerpo con que se empegota y empalaga el olfato cotidiano. Los
peinados, más masculinos que femeninos, con su proliferación de gominas, geles
y demás almidones para pavonearse en calles y corredores estudiantiles como si
fueran pasarelas de la exhibición de apariencias.
Téngase en cuenta, también, los
variopintos cordones de zapatos o de tiras de los mentirosos sostenes en la
bandera multicolor de la pose casquivana que aún hasta las más niñas usan innecesariamente,
los aretes, balacas, adornos florales de moda, las uñas pintarrajeadas de pies
y manos, los brackers para los que se emparejan la sonrisa falsa y la seducción
inventada.
Súmese todo el árbol frondoso de
los juguetes electrónicos para ensordecer oídos, celulares para mantener
ocupada la inquietud de las manos, y su infinidad de adminículos, computadores
personales para enrostrar a los pobres su incapacidad de acceder a los mismos, costosos
implementos para las prácticas que llaman deportivas, o instrumentos de pose
científica que terminan empolvados en el fondo de los maletines sin mayor uso,
como es costumbre.
En medio de todo ese mercado
persa, se sabe que existen las grandes ausencias que hacen de nuestros jóvenes,
poco menos que iletrados, incapaces de escribir un párrafo, de expresar una
idea, de complementar una curiosidad, de hilvanar una invención, de revolver la
imaginación para sofreír el tan anhelado conocimiento y saber.
Por las reglas del consumo, un
conocimiento sí prolifera: de marcas, vanidades, estuches, aditamentos,
empaques, apariencias con las cuales se compensa la extraña realidad de ser un
mundo cada día más opulento en medio de una infernal y catastrófica pobreza. Un
mundo de exhibiciones más prolífico y de montañas infernales de basura que nos
acogota. Por estas reglas de consumo y de basura se hace necesario en cada
padre, una bolsa especial cotidiana para fotocopias, horas de internet, medios
de reproducción, videos, películas, baterías, chip, colgandijas, bolsos, y
cuanto antojo pulula por doquier.
En fin de cuentas, no sabemos si
la educación con sus gurúes y sabihondos no es más que otra de las tantas
zarandajas y juguetes con los cuales nos ilusionamos sobre el futuro y el bienestar,
individual y colectivo. Detrás de ello, los más que son los más, ferozmente,
adolescentes y jóvenes, adultos y viejos desesperados buscando el dinero,
familiar y ajeno, bien habido o mal habido que permita tener, a su alcance, el
fin venturoso de la pose, y entre los cuales sabemos muy bien que la
prostitución y el comercio de alucinógenos desempeña el papel de comadronas y
celestinas del progreso, la libertad de expresión y la vanidad.