Diógenes
Díaz Carabalí
Hay momentos en que la vida se vuelve un hilo muy delgado.
Que se rompa es cuestión de tirar un poco. Y allí nos encontramos, frente a lo
inevitable que los vivos damos en llamar: ¡Muerte! Momentos en los que nuestras
estructuras científicas y filosóficas se derrumban, nuestros valores y nuestras
creencias pierden cualquier significado, tal vez por reacción química nos
entregamos al destino sin oponernos. No importa el futuro, ni los ideales.
Tampoco el pasado. Los recuerdos son borrosos acontecimientos que no te ayudan
a ser mejor ni peor, y los rostros, de los familiares, de los padres,
principalmente, se asoman por ahí y te sonríen, como si vinieran a acogerte
para llevarte de nuevo de la mano por el camino de lo insondable.
Aparecen actos de valor o cobardía. Por ejemplo, pedí, por
favor, que fuera yo el primero en enterarme acerca de lo que me pasaba. Antes
que mi pobre esposa quien tuvo la valentía de permanecer a mi lado todo el
tiempo. Sé que lloraba a escondidas. Sé que junto a mis hijas clamaba intensa. Que
el médico te diga que las posibilidades de sobrevivir no dependen ya de ellos,
de su ciencia, si no del comportamiento milagroso de un órgano que se niega a
funcionar, las lágrimas no curan pero hay que derramarlas, hay que orar
llorando porque no queda otro recurso cuando Dios tiene que manifestarse.
Extrañamente no quería que el milagro fuera sobrevivir, pues
no me gusta la espectacularidad, y habría además una explicación lógica, por
ejemplo, que el problema finalmente había sido superado por el equipo médico.
No. Pedí que pudiera pasar por encima de ese momento sin reclamos, que pudiera superar
el instante sin oponerme, sin reticencias. Que si vivía, que pudiera hacerlo
como lo había hecho hasta ese instante, en la voluntad absoluta de que lo que
hago es lo correcto. Y que si tenía que morir, que fuera mi propia experiencia,
para que nadie tuviera que cobrar por ello.
Fueron dos días críticos. Escuchaba a los médicos con
expresiones como: “¡Se va!”, “¡Se nos fue!”, refiriéndose a los enfermos
vecinos. De ocurrir en mí no hubiera escuchado esa expresión, y eso de alguna
manera me alentaba. Finalmente, al tercer día, cuando me sentía muy agotado,
cuando mi visión era borrosa y mi audición muy tenue, temprano llega el
internista a decirme que mi órgano parecía responder, que mi riesgo había
bajado diez puntos, pero que mi estado continuaba siendo muy crítico.
¡Entonces supe que lo había logrado! Que volvía sobre una
nueva oportunidad.
Había recorrido ese sendero azul oscuro del ostracismo,
donde solo tú importa a quienes te aman. ¡Sobrevivía! El milagro hubiera podido
ser que hubiera muerto. ¡Pero así Dios quiso manifestarse! Ahora me corresponde
descubrir para qué he quedado en medio de 8000 millones más de habitantes de
este planeta, cada uno con una misión particular, por otro tiempo porque
finalmente la cita queda pendiente.
Reconocimiento
especial al Dr. Amado, Urólogo; al Nefrólogo cuyo nombre no retuve;
al Internista; a los médicos generales Estrada, Figueroa y Hurtado; al
anestesiólogo; a los y las enfermeras jefe; a los auxiliares de enfermería; al
personal de mantenimiento: todos ellos fueron mis ángeles. También a mi
familia, desde todos los lugares, presentes con su aliento constante; a mi
esposa y a mis hijas por su sacrificio; a mis amigos quienes me demostraron que
están hechos de amor. Espero ponerme totalmente bien para seguir la brega, con
el solo compromiso de estar vivo.
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