miércoles, 6 de febrero de 2013

Hay momentos

Diógenes Díaz Carabalí

Hay momentos en que la vida se vuelve un hilo muy delgado. Que se rompa es cuestión de tirar un poco. Y allí nos encontramos, frente a lo inevitable que los vivos damos en llamar: ¡Muerte! Momentos en los que nuestras estructuras científicas y filosóficas se derrumban, nuestros valores y nuestras creencias pierden cualquier significado, tal vez por reacción química nos entregamos al destino sin oponernos. No importa el futuro, ni los ideales. Tampoco el pasado. Los recuerdos son borrosos acontecimientos que no te ayudan a ser mejor ni peor, y los rostros, de los familiares, de los padres, principalmente, se asoman por ahí y te sonríen, como si vinieran a acogerte para llevarte de nuevo de la mano por el camino de lo insondable.

Aparecen actos de valor o cobardía. Por ejemplo, pedí, por favor, que fuera yo el primero en enterarme acerca de lo que me pasaba. Antes que mi pobre esposa quien tuvo la valentía de permanecer a mi lado todo el tiempo. Sé que lloraba a escondidas. Sé que junto a mis hijas clamaba intensa. Que el médico te diga que las posibilidades de sobrevivir no dependen ya de ellos, de su ciencia, si no del comportamiento milagroso de un órgano que se niega a funcionar, las lágrimas no curan pero hay que derramarlas, hay que orar llorando porque no queda otro recurso cuando Dios tiene que manifestarse.

Extrañamente no quería que el milagro fuera sobrevivir, pues no me gusta la espectacularidad, y habría además una explicación lógica, por ejemplo, que el problema finalmente había sido superado por el equipo médico. No. Pedí que pudiera pasar por encima de ese momento sin reclamos, que pudiera superar el instante sin oponerme, sin reticencias. Que si vivía, que pudiera hacerlo como lo había hecho hasta ese instante, en la voluntad absoluta de que lo que hago es lo correcto. Y que si tenía que morir, que fuera mi propia experiencia, para que nadie tuviera que cobrar por ello.

Fueron dos días críticos. Escuchaba a los médicos con expresiones como: “¡Se va!”, “¡Se nos fue!”, refiriéndose a los enfermos vecinos. De ocurrir en mí no hubiera escuchado esa expresión, y eso de alguna manera me alentaba. Finalmente, al tercer día, cuando me sentía muy agotado, cuando mi visión era borrosa y mi audición muy tenue, temprano llega el internista a decirme que mi órgano parecía responder, que mi riesgo había bajado diez puntos, pero que mi estado continuaba siendo muy crítico.

¡Entonces supe que lo había logrado! Que volvía sobre una nueva oportunidad.
Había recorrido ese sendero azul oscuro del ostracismo, donde solo tú importa a quienes te aman. ¡Sobrevivía! El milagro hubiera podido ser que hubiera muerto. ¡Pero así Dios quiso manifestarse! Ahora me corresponde descubrir para qué he quedado en medio de 8000 millones más de habitantes de este planeta, cada uno con una misión particular, por otro tiempo porque finalmente la cita queda pendiente.

Reconocimiento especial al Dr. Amado, Urólogo; al Nefrólogo cuyo nombre no retuve; al Internista; a los médicos generales Estrada, Figueroa y Hurtado; al anestesiólogo; a los y las enfermeras jefe; a los auxiliares de enfermería; al personal de mantenimiento: todos ellos fueron mis ángeles. También a mi familia, desde todos los lugares, presentes con su aliento constante; a mi esposa y a mis hijas por su sacrificio; a mis amigos quienes me demostraron que están hechos de amor. Espero ponerme totalmente bien para seguir la brega, con el solo compromiso de estar vivo.

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