lunes, 4 de febrero de 2013

¿Insulto?


Gloria Cepeda Vargas

Dice el diccionario que insultar significa “ofender con acciones o palabras”. Es decir, darle al otro donde más le duele. En consecuencia, lanzar el insulto y dar en el blanco, habría de representar una acción digna de loa. El insultador eficiente encarnaría un paradigma de inteligencia y el insultado debería darle las gracias.

Lamentablemente, si lo único que nos mueve el timón es la tromba escatológica, todavía trotamos en cuatro patas. Las cabriolas tecnológicas, los experimentos bursátiles, los éxtasis del arte, las mitologías, las transmigraciones, la utopía, la fábula, las matemáticas, la poesía, la música, la religión, las leyes, la astronomía, la política, el poder y hasta la seda que recubre nuestras desnudeces superficiales, pierden piso ante el culto que rendimos al segundo piso del cuerpo.

Solo se afrenta zarandeando el área genital del contendor o introduciéndole en la boca la mayor cantidad posible de desechos excrementicios. Es decir, el ser humano se siente profanado solo de la cintura para abajo y capaz de triunfar únicamente esgrimiendo lo producido en la misma zona. Ignoro si esta demostración de carencia imaginativa constituye una costumbre ancestral o un testimonio de nuestro pertinaz desplazamiento de rama en rama. Sigue siendo el instinto bandera de esta especie izada a media asta entre el primate y el homo sapiens.

Lo cautivante del asunto es su paradójica estructura y el poder que detenta aun en los pueblos más civilizados. Se insulta deformando con avilantez el sexo y su área de influencia o esgrimiendo como arma destructora el más impresentable de los desechos corporales. En el momento de pulverizar al contendor solo se recurre a lo que nos avergüenza. Y es la mujer la primera piedra de que echamos mano. No se mienta el padre; se evoca, babeante y retrechero, a la madre y su aparato genital, olvidando que ese lugar, mancillado hasta la insensatez, es hasta para los hombres de pelo en pecho la única puerta de entrada a este mundo traidor. Pero ése no es el meollo del asunto. Si de herir al otro con la evocación vejatoria de la madre se trata ¿Por qué en lugar de mandarle un “hijo de… prostituta”, no le enrostramos un sonoro “hijo de vanidosa, bruta, taimada, narcotraficante, asesina, mentirosa, fea o ladrona?” Sencillamente porque esos calificativos no designan atributos demoledores para nosotros, los animales “racionales”. Por otra parte, si de vejar con inteligencia se trata, en vez de presentarle al adversario como única opción en el menú una abundante porción de detritus humano, deberíamos ordenarle que ingiriera una buena dosis de cantarella o arsénico, tóxicos que tan buenos resultados rindieron a emperadores, cardenales y pontífices del Medioevo y el Renacimiento. Al menos sería una manera más aristocrática de enmascarar nuestros arrabaleros propósitos.

Somos el misterio que patalea incómodo en un saco de huesos ¿Y qué puede pedírsele a un esqueleto maquillado y arrogante?

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