martes, 14 de agosto de 2012



EL ESCRITOR RAYA O PUNZA


Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Locombiano

Escribir es un don que no se concede en la Academia de la lengua ni en las universidades. Ya lo dijo alguien también del “ingenio”: Lo que no da la Naturaleza, la Universidad de Salamanca no lo regala. Escribir, o sea, consignar sobre la página blanca del papel o de la pantalla de ámbar o en una servilleta o la corteza de árbol o sobre la pared de una cueva.

Lo hace quien nació con un punzón de grafito en el cerebro y un día lo esgrime para garabatear una sandez o un gracejo, una metáfora, una caricatura, un ideograma o un pensamiento luminoso.

Desde la Edad de Piedra los periodistas comenzaron a hacer carrera y dejaron constancia de su existencia con un punzón que decía “aquí estuve yo”, porque todavía no se había inventado la rúbrica ni el autógrafo ni había nacido la vanidad, ni los libreros o la ley que registraran la propiedad intelectual.

Escribir es el producto de una mente ansiosa de comunicar a otro, del afán de dar una primicia, de anticiparse a gritar ante el mundo lo que solo él sabe, de la gana de poner a prueba la perennidad de lo escrito con la celeridad de lo que solo se oye con la palabra hablada. Cuántas verdades se han dicho, cuántos aforismos famosos pudieran repetirse hoy con deleite si alguien se hubiera percatado de escribirlo en una libreta de notas.

El escritor es un mago de pueblo, casero, silvestre que se detiene un momento en el juego de la vida, para marcar en el tiempo, en el minuto que sucede, la idea o la imagen que se le ocurre. En un instante un fogonazo enciende sus neuronas y el escritor no puede resistirse a sacar su lápiz y rayar la página o abrir la tableta con su dedo y grabar para la posteridad la luz lejana que captó la cámara de su imaginación, mejor que la lente de un astrónomo.

La escritura, en sus diversas formas, es una esclava dócil, para quien cabalga en la internet, sobre la cuartilla de líneas o subido en el potro de la fantasía. Con ella inventa mundos, paisajes, amores, odios, brujos, hadas, historias, escenas, lanza dardos, se ríe de las equivocaciones o simplemente registra hechos o dibuja personajes.

Escritores son los novelistas, los poetas, quienes urden historias cortas, los periodistas, columnistas que delatan y destapan llagas. Lo hicieron en la antigüedad los cavernícolas con arcilla y colores naturales. Usarían los dedos o las crines de algún animal prehistórico o las uñas de un águila gigante y sus excrementos o la sangre de algún antílope. Usaron el hierro recién fue inventado, las plumas de ganso, de gallina.

Y les sirvió para acusar, crear rimas, hexámetros, dísticos rápidos, epigramas, églogas, epopeyas, odas e himnos,  hipotalamios para referirse a las delicias de los enamorados en la cama, canciones de amor o elegías para sus momentos trágicos o en la muerte de sus seres queridos. Y merced a ellos nacieron las figuras literarias como la interrogación, la onomatopeya, la ironía, la contraposición o las anáforas y jitanjáforas.

Hoy los escritores siguen pululando. Los hay premios Nobel, Goncourt, Pulitzer, Cervantes, Casa de las Américas. Y los hay fecundos y profundos, sin pena ni ansiosos de gloria, en el anonimato. Siguen iluminando, punzando, derribando mitos, denunciando, fabulando, ensayando cómo sorprender a sus lectores día a día.

13-08-12                                    4:49 p.m.

No hay comentarios:

Publicar un comentario