EL ESCRITOR RAYA O PUNZA
Por
Leopoldo de Quevedo y Monroy
Locombiano
Escribir
es un don que no se concede en la Academia de la lengua ni en las
universidades. Ya lo dijo alguien también del “ingenio”: Lo que no da la
Naturaleza, la Universidad de Salamanca no lo regala. Escribir, o sea,
consignar sobre la página blanca del papel o de la pantalla de ámbar o en una
servilleta o la corteza de árbol o sobre la pared de una cueva.
Lo
hace quien nació con un punzón de grafito en el cerebro y un día lo esgrime
para garabatear una sandez o un gracejo, una metáfora, una caricatura, un
ideograma o un pensamiento luminoso.
Desde
la Edad de Piedra los periodistas comenzaron a hacer carrera y dejaron
constancia de su existencia con un punzón que decía “aquí estuve yo”, porque
todavía no se había inventado la rúbrica ni el autógrafo ni había nacido la
vanidad, ni los libreros o la ley que registraran la propiedad intelectual.
Escribir
es el producto de una mente ansiosa de comunicar a otro, del afán de dar una
primicia, de anticiparse a gritar ante el mundo lo que solo él sabe, de la gana
de poner a prueba la perennidad de lo escrito con la celeridad de lo que solo
se oye con la palabra hablada. Cuántas verdades se han dicho, cuántos aforismos
famosos pudieran repetirse hoy con deleite si alguien se hubiera percatado de
escribirlo en una libreta de notas.
El
escritor es un mago de pueblo, casero, silvestre que se detiene un momento en
el juego de la vida, para marcar en el tiempo, en el minuto que sucede, la idea
o la imagen que se le ocurre. En un instante un fogonazo enciende sus neuronas
y el escritor no puede resistirse a sacar su lápiz y rayar la página o abrir la
tableta con su dedo y grabar para la posteridad la luz lejana que captó la
cámara de su imaginación, mejor que la lente de un astrónomo.
La
escritura, en sus diversas formas, es una esclava dócil, para quien cabalga en
la internet, sobre la cuartilla de líneas o subido en el potro de la fantasía.
Con ella inventa mundos, paisajes, amores, odios, brujos, hadas, historias,
escenas, lanza dardos, se ríe de las equivocaciones o simplemente registra
hechos o dibuja personajes.
Escritores
son los novelistas, los poetas, quienes urden historias cortas, los
periodistas, columnistas que delatan y destapan llagas. Lo hicieron en la
antigüedad los cavernícolas con arcilla y colores naturales. Usarían los dedos
o las crines de algún animal prehistórico o las uñas de un águila gigante y sus
excrementos o la sangre de algún antílope. Usaron el hierro recién fue
inventado, las plumas de ganso, de gallina.
Y
les sirvió para acusar, crear rimas, hexámetros, dísticos rápidos, epigramas,
églogas, epopeyas, odas e himnos, hipotalamios para referirse a las delicias de
los enamorados en la cama, canciones de amor o elegías para sus momentos
trágicos o en la muerte de sus seres queridos. Y merced a ellos nacieron las
figuras literarias como la interrogación, la onomatopeya, la ironía, la
contraposición o las anáforas y jitanjáforas.
Hoy
los escritores siguen pululando. Los hay premios Nobel, Goncourt, Pulitzer,
Cervantes, Casa de las Américas. Y los hay fecundos y profundos, sin pena ni
ansiosos de gloria, en el anonimato. Siguen iluminando, punzando, derribando
mitos, denunciando, fabulando, ensayando cómo sorprender a sus lectores día a
día.
13-08-12 4:49 p.m.
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