Rodrigo Valencia
Q
Especial
para Proclama del Cauca
Ilustración:
dibujo de Rodrigo Valencia Q
La ciudad está desierta, es tránsito
mudo, vaciamiento total; casi como un camposanto pero sin ningún muerto, como
para cantar un ángelus gris. Sin embargo, él se ha quedado allí, persiste con
su juego; no espera ganarle a nadie, sólo a sí mismo. La competición no tiene
sentido; nadie más hay en ese desierto mundo; las montañas y el paisaje lo constatan,
la luna vigila la total ausencia.
Quizás él abandonó el mundo de
las apariencias, o el mundo lo dejó solo entre muros para el soliloquio. Pero
entonces él puede ahora sentirse dueño absoluto de ese pueblo donde nadie
nacerá para siempre. En tanto, la bola espera que el ojo vigilante la deje
escapar cuando él pierda la atención. Él requiere entrega total a su mirada, no
puede distraerse ni perder un instante. La lógica del asunto no existe; ese
mundo vaciado persiste sin razones ni tentativas de explicar las cosas; ahí
está; ocupa un espacio, hay dimensiones y latitudes medibles y tocables. Cierta
serenidad persiste, aún contra la tensión del mirador que allí juega. Tampoco
hay música; el aire es tan mudo como el abismo negro sin estrellas. Él tiene la
valentía, la paciencia de la espera, se ha ejercitado en vencer todo descuido; la
esfera, en cambio, desespera por moverse.
¿Quién podría pensar en semejante
reto? ¿Qué absurdo acuerdo alimenta esa mirada, esa vigilancia absorta? “He
oído mi propia sangre; es mi ley; mi cielo no me permite otra circunstancia ni
elección; es mi propio capricho; nada existe si no existo yo, y yo no puedo
morir”, piensa él cuando su único compañero, el pensamiento, le muestra las
posibilidades de la duda, el deseo de escapar sin cumplirle a la promesa; es la
tentación que urge por instantes, cuando el tiempo se alarga sin llegar a nada,
cuando las paredes se cansan de esperar a que termine ese absurdo juego.
Sólo el sueño podría hacer que
desaparezca todo, el sueño que borra la existencia. Pero el ojo de él permanece
despierto, lo cual implica que sigue existiendo un mundo, un juego, un recinto
con murallas y sombras.
En esas, la esfera le dice:
“Podemos pactar de otra manera, la esclavitud mutua es nuestra ley; tú puedes
liberarme, yo puedo dejarte en libertad”. “No puedo aceptar”, contesta él;
“moriría inmediatamente, la nada se apoderaría de mí, la eternidad saldría de
mi cuerpo y mente”.
Entonces la bola decide morir;
está agotada, no puede más. Lanza un destello imprevisto cuando golpea en ella
el primer rayo de sol, de tal modo que deslumbra al vigía solitario, quien se
ve forzado a cerrar los ojos por un instante, cegado por el resplandor. Se
escapa ella con la velocidad del rayo, y él siente el vértigo de la desaparición;
cae al suelo convertido en cenizas.
La luna es ahora el sol que
deshilacha la vida, pero no hay nadie para contar lo sucedido; todo era un
sortilegio que surgió de las montañas.
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