jueves, 16 de agosto de 2012

EL JUGADOR SOLITARIO


Rodrigo Valencia Q
Especial para Proclama del Cauca

Ilustración: dibujo de Rodrigo Valencia Q

La ciudad está desierta, es tránsito mudo, vaciamiento total; casi como un camposanto pero sin ningún muerto, como para cantar un ángelus gris. Sin embargo, él se ha quedado allí, persiste con su juego; no espera ganarle a nadie, sólo a sí mismo. La competición no tiene sentido; nadie más hay en ese desierto mundo; las montañas y el paisaje lo constatan, la luna vigila la total ausencia.

Quizás él abandonó el mundo de las apariencias, o el mundo lo dejó solo entre muros para el soliloquio. Pero entonces él puede ahora sentirse dueño absoluto de ese pueblo donde nadie nacerá para siempre. En tanto, la bola espera que el ojo vigilante la deje escapar cuando él pierda la atención. Él requiere entrega total a su mirada, no puede distraerse ni perder un instante. La lógica del asunto no existe; ese mundo vaciado persiste sin razones ni tentativas de explicar las cosas; ahí está; ocupa un espacio, hay dimensiones y latitudes medibles y tocables. Cierta serenidad persiste, aún contra la tensión del mirador que allí juega. Tampoco hay música; el aire es tan mudo como el abismo negro sin estrellas. Él tiene la valentía, la paciencia de la espera, se ha ejercitado en vencer todo descuido; la esfera, en cambio, desespera por moverse.

¿Quién podría pensar en semejante reto? ¿Qué absurdo acuerdo alimenta esa mirada, esa vigilancia absorta? “He oído mi propia sangre; es mi ley; mi cielo no me permite otra circunstancia ni elección; es mi propio capricho; nada existe si no existo yo, y yo no puedo morir”, piensa él cuando su único compañero, el pensamiento, le muestra las posibilidades de la duda, el deseo de escapar sin cumplirle a la promesa; es la tentación que urge por instantes, cuando el tiempo se alarga sin llegar a nada, cuando las paredes se cansan de esperar a que termine ese absurdo juego.

Sólo el sueño podría hacer que desaparezca todo, el sueño que borra la existencia. Pero el ojo de él permanece despierto, lo cual implica que sigue existiendo un mundo, un juego, un recinto con murallas y sombras.

En esas, la esfera le dice: “Podemos pactar de otra manera, la esclavitud mutua es nuestra ley; tú puedes liberarme, yo puedo dejarte en libertad”. “No puedo aceptar”, contesta él; “moriría inmediatamente, la nada se apoderaría de mí, la eternidad saldría de mi cuerpo y mente”.

Entonces la bola decide morir; está agotada, no puede más. Lanza un destello imprevisto cuando golpea en ella el primer rayo de sol, de tal modo que deslumbra al vigía solitario, quien se ve forzado a cerrar los ojos por un instante, cegado por el resplandor. Se escapa ella con la velocidad del rayo, y él siente el vértigo de la desaparición; cae al suelo convertido en cenizas.

La luna es ahora el sol que deshilacha la vida, pero no hay nadie para contar lo sucedido; todo era un sortilegio que surgió de las montañas.

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