LO HECHO CON EL CODO,
BORRADO CON ASILO A ASSANGE
Por
Leopoldo de Quevedo y Monroy
Locombiano
El
mundo globalizado ha visto asombrado cómo tiraban el Reino Unido, Suecia y
EE.UU a Julian Assange. Lo hubieran querido descuartizar llevándolo de aquí
para allá de un brazo, de la cabeza o de los pies. Ha estado en boca de todos
los pueblos a la espera de un desenlace digno.
Desde
que Assange, dueño de la firma WikiLeaks, desentrañó el cúmulo de embuchados
que tenía en su poder acerca de las nueces que se cocían entre las cocinas de agencias
de inteligencia, ministerios y cancillerías, los gobiernos implicados le
pusieron una tarjeta roja al australiano por revelar asuntos tan caseros y
comprometedores.
Nunca
antes alguien había cogido con los pantaloncillos abajo a representantes de los
gobiernos conversando en voz baja sobre lo que ocurría bajo los pesados telones
de sus salas ovales o de sus cuarteles de mando. Las comidillas escabrosas
sobre asuntos domésticos mezcladas con políticas extranjeras.
El
mundo entero vio sin filtros cómo los circunspectos señores, se burlaban, se
confabulaban, mordían pasito la oreja del vecino a hurtadillas y hacían
comidilla contra cercanos o lejanos
gobiernos. Como ocurre siempre en casa. Se aprovechan las reuniones sociales
para retirarse un poco cuando los vinos empiezan a subir a la cabeza y los
chistes tendenciosos, verdes y malolientes empiezan a dejarse oír y oler.
El
refinado Julian, con su cara de lord, - quién lo hubiera sospechado – tenía su
reportero apostado muy cerca del árbol en el jardín y de la pata de la mesa de
la francachela. Ni los grandes y experimentados periódicos o revistas
amarillistas se habían apuntado esa manera de averiguar lo que se hablaba en
voz baja. James Bond lo hubiera querido para sus estratagemas.
Jefes
de Estado, generales, embajadores encopetados y conspicuos se hundieron en la
“red” de Assange. Todos cayeron in flagranti e inocentes bajo la mirada que los
observaba y los registros que captaban sus agudezas. Nunca antes el periodismo
había penetrado tan dentro del fortín de las altas políticas de estado. Nunca
antes alguien había poder ver cómo era que jugaban al cara y sello, al ajedrez
y a las damas, cómo movían los alfiles y aceitaban los dados los prudentes
voceros de Estados. Sus agentes de negro, sus torres de intelligentzia dejaban
ver por primera vez la fragilidad del teatro oficial, detrás de las bambalinas
de acero.
La
astucia del periodismo moderno había traspasado la barrera impenetrable y algo
desconocida del protocolo, y dejaba al descubierto lo que todos sospechaban.
Cuántas sutilezas se esconden tras las limusinas, los banquetes, las
recepciones, los teléfonos rojos. En realidad, cuántos gobiernos se pusieron
rojos de vergüenza al dejarse ver en paños menores.
La
respuesta no podía ser menor a tamaño atrevimiento. Acusación por aquí, investigación
por allá, disculpas para acullá y regaños a sus inteligentes dragones.
Entonces, a Assange se le prendió la lámpara que faltaba. Acudió a la figura
extrema: el asilo político. Sí, señor. Eso era lo que faltaba. Se refugió en la
Embajada ecuatoriana.
Correa
muy atinado, consultó, esperó, no se precipitó. Podía dañar la figura de
instrumento de tanto respeto. Nadie puede entrar a su domicilio, dicen los
cánones. También está protegido en altamar y hasta en avión. Pero si sale a la
calle o si va en limusina el asilo no le vale, aunque vaya con el canciller. En
fin, la ley se puede romper por la parte más delgada. En política todo vale.
Desde una patada, un puño o una coartada. O un convenio con el diablo, así se
acabe el mundo.
¿Quién
ganará? ¿La libertad de prensa quedará más presa en Ecuador? ¿Correa quedará
como el salvador de esa libertad y rehará lo que hizo? ¿Por qué Australia,
madre de Assange no movió ni un dedo? ¿La tímida OEA moverá la cola? ¿O el
avispado Tío Sam utilizará sus alfiles con ayuda del señor William Hague?
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