“Les dijo Jesús: “Yo soy el pan
de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá
nunca sed” (Juan 6, 35)
Por Pbro. Edward Andrade
Párroco Iglesia Stma. Trinidad Santander de Quilichao, Cauca
Para
vivir en gracia y aumentarla debemos orar a diario, recibir los sacramentos de
la Eucaristía y Confesión, escuchar la Palabra de Dios, leer libros religiosos,
evitar malas amistades y las ocasiones de pecar.
La confesión: es el sacramento en el cual, por medio de la absolución del sacerdote, recibimos
el perdón de nuestros pecados, porque el seguir los ritos exteriores sin un
compromiso interior, no nos comunica la vida divina. El sacerdote es el signo y
el instrumento de Dios misericordioso. El Apóstol Santiago nos dice: “Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por
los otros, para que seáis curados” (Santiago
5, 16). Por medio de la confesión recibimos favores especiales: Nos devuelve o
nos aumenta la gracia de Dios. Nos da fuerzas para rechazar el pecado y la
tentación. Nos permite rechazar todo lo que ofende a Dios. La confesión tendrá
valor según el arrepentimiento que tengamos, la sinceridad de corazón es la
clave. Al confesar nuestro pecado renunciamos a él y debemos negarnos a
reincidir. Debemos acostumbrarnos a rechazar el pecado. Aún cuando nos falten
las fuerzas para dejar de pecar, por la gracia de la confesión recibimos la
fuerza de Dios para resistir, si confesamos nuestra debilidad y renunciamos a
seguir pecando. Hay pecados que exigen humillarse ante la persona a la cual se
causó daño (mentiras, insulto, robo, etc.) con humildad y amor a Dios. La
confesión es el medio de comprometernos ante Dios y renunciar a nuestros
pecados y llevar una vida santa.
“Pues no
recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien,
recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!
(Rom 8, 15).
La sagrada comunión Es la presencia sacramental de Cristo en la que recibimos al Señor, Dios
y hombre que está en la hostia consagrada. Jesús dijo: “Yo
soy ese pan vivo, bajado del cielo, si uno come de este pan, vivirá para
siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo” (Juan 6, 51). Jesucristo instituyó la sagrada Comunión para quedar más
cerca de nosotros, para aumentarnos su gracia, sus favores, su amistad y para
ser él mismo el alimento de nuestra alma. Jesús dijo: “El
que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Juan 6,56). Durante la Eucaristía tenemos un encuentro personal con
Cristo, la comunión sin un compromiso interior no nos dará la vida en Cristo.
Comulgamos muerte y vida en el pan y en la sangre, para entregarnos al amor y
desde el amor y ser salvos de todo egoísmo. La comunión exterior es la que se
hace por rutina, en forma superficial y con frialdad:
“Examínese, pues,
cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien como y bebe sin
discernir el Cuerpo come y bebe su propio castigo” (1 Corintios 11, 28-29) La comunión interior implica compromiso activo y
produce frutos “Pero ya os lo he dicho: Me habéis visto y no
creéis” (Juan 6, 36) “El
que come mi carne y bebe mi sangre,
tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día” y (Juan 6, 54). La Sagrada Comunión aumenta el amor a Dios y al prójimo,
nos limpia de nuestras faltas, nos da luz para ver lo que nos estorba y lo que
nos hace falta; es decir, nos transforma. Jesús dijo: “El que come mi cuerpo y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo
lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54). San
Francisco de Sales repetía: “Si eres colérico debes comulgar para que el Señor
te traiga un buen genio. Si eres pecador, debes comulgar para que Jesucristo te
traiga el perdón y las fuerzas para no pecar. Si eres bueno, comulga para no
volverte malo, y si eres malo, comulga para que te vuelvas bueno”. A medida que
llevemos esta vida reconoceremos día a día la voz de Dios y los cambios serán
más notorios “Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a
mí” (Juan 10, 14). No es cuestión de renunciar a
la eucaristía por no ser digno. Cuanto más indigno se siente uno más apto se es
para sufrir las transformaciones divinas; pero hay que creer en ellas y
aceptarlas, es la única condición para comulgar “dignamente”. Mientras más
frecuente sea la comunión, menos probabilidad tenemos de desfallecer en nuestro
caminar. Si en cada comunión nos comprometemos en un aspecto de nuestra vida,
reconociendo lo que nos separa de Dios, cada vez nos transformaremos más en
Cristo. Recuerda que la Eucaristía es Jesús en persona, amándote totalmente a
ti, que a veces desconfías y no acabas de creerte que eres amado personalmente
por Cristo con un amor infinito. Fíate de Jesús en la Eucaristía y la confianza
volverá a tu alma, aunque llores a veces por dentro. Acoger en la fe el don de
la Eucaristía es acogerlo a Él mismo.
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