Por Alfonso J. Luna Geller
En estos dos últimos días, como resultado de los recientes
acontecimientos de des-orden público ocurridos en el norte del Cauca, se ha
desatado una peligrosa campaña mediática y a través de las redes sociales para romper
la opinión pública en dos bandos –así comienzan las guerras civiles- y está
logrando efectos porque generalmente las muchedumbres, las montoneras sometidas
al bombardeo indiscriminado de noticias opinadas, se movilizan de manera inconsciente,
“como Vicente, para donde va la gente”; no actúan respondiendo a una lógica, a
un análisis de las circunstancias, al sentido común o al razonamiento sobre las
estructuras culturales que sustentan la incertidumbre social, -más grave en
esta región- y entonces, así, no se permite el uso de las facultades
intelectivas del ser para tomar decisiones comunes, sino que se espera el
resultado de un pulso casado por las partes para demostrar cuál es el superior,
cómo es que se domina y doblega… ¡Quién es el que manda aquí!.
Así, el gentío se apasiona, como en una final de campeonato, por los
intereses de quien mejor utilice los medios y las redes, pero también, de quien
seduzca con el rumor y el chisme que se enciende en cada esquina y crece como
bola de nieve gracias a la ignorancia de las masas. “Si perdéis estos momentos
de efervescencia y calor, si dejáis escapar esta ocasión única y feliz, antes
de doce horas seréis tratados como insurgentes: ved los calabozos, los grillos
y las cadenas que os esperan”; frase que, claro, en otros términos, porque no
son muchos los que conocen la historia, se utiliza para desatar ímpetus y los
sentimientos gregarios que permiten sospechar que todo aquel que ve o analiza la
situación de otra manera, en consecuencia, debe ser marcado como peligroso
enemigo, aliado del mal.
A esto estamos llegando; lo que era un problema social y político en
el norte del Cauca, se está transformando en un asunto militar, de conflicto
armado, con los enfrentamientos entre comunidades indígenas y la fuerza pública
(por ahora no entre Ejército y Farc), y por eso aquí no se ha actuado con la inteligencia
suficiente para descubrir soluciones humanitarias, o mejor, humanas. Lo mejor
para resolver problemas, están demostrándolo, es la guerra, el exterminio. Por
esto, casi todos somos culpables: Vicente con su gente; pero más, lógicamente, el
Gobierno y la dirigencia indígena.
El Gobierno por el insólito consejo de ministros que se trajo a
sesionar a Toribío, más en una demostración de poder y desafío que en un
intento de contribuir a solucionar la situación de sometimiento a la guerra que
padecen estas comunidades. La circunstancia de no haber escogido para discutir los
verdaderos temas neurálgicos del conflicto más reciente (el Plan Norte del Cauca
con una inversión de medio billón de pesos había sido anunciada con harta
anticipación por el gobernador del Cauca, lo cual no ameritaba tanto despliegue
publicitario); el hecho de no haber escogido para una interlocución directa y
sincera a los protagonistas reales de las reclamaciones (el diálogo no era con
los ministros a puerta cerrada, pues con ellos dialoga o les da órdenes el
presidente en sus palacios cada vez que quiera, sino con los dirigentes
indígenas con quienes el Gobierno ha debido sentarse a definir las fórmulas de eliminación
de los factores de la hostilidad más reciente); la actitud oficial de no
haberlos atendido como anfitriones de esta gestión puntual de gobierno fue asimilada
como un desprecio hacia la organización indígena y las comunidades, lo cual exacerbó
los ánimos y puso la semilla para las reacciones que vendrían luego; además, porque
la burocracia capitalina en su secular confusión con respecto a la cotidianeidad
de las regiones apartadas se creyó, otra vez, que su ‘luminosa’ e ‘iluminada’ estampa
era la que las comunidades exigían cuando reclamaban la necesidad de sentir la presencia
del Estado en sus territorios. La ocurrencia de autorizar una intermediación o
diálogo con un asesor jurídico internacional, y después echarse para atrás,
dejándolos colgados de la brocha, también fue llama para la gasolina; para
rematar, sigue vigente la creencia según la cual todo el que tenga la piel un
poco más oscura que los paisas o rolos y viva en el norte del Cauca, con
machete al cinto, tiende ineludiblemente a ser calificado de guerrillero o
mínimo auxiliador. Picó en punta el Gobierno, dejando todo listo para lo que
estamos viendo después de la famosa visita de Santos a Toribío.
Pero también los indígenas, por su soberbia, porque si fueron
despreciados y no atendidas sus necesidades, si lamentablemente no les reconocieron
su autonomía constitucional para el control social interno, si no se escucharon
sus lamentaciones y llamados al diálogo, si no los entendieron o no quisieron
hacerlo, se aceleraron; no han debido considerar que la única opción era pasar
a las vías de hecho, escogiendo como primer objetivo el desalojo de la fuerza
pública del cerro de Berlín, aprovechándose de la “indefensión armada” de unos
soldados que tenían la orden de no atentar contra las comunidades civiles a
pesar de soportar las escandalosas agresiones y humillaciones a que fueron
sometidos, de las cuales el mundo fue testigo. Esto los manchó porque violaron
una normatividad legal que constantemente exigen se aplique al pie de la letra
en lo que les conviene. Así no es. Es más, si hubieran decidido hacer una demostración
al universo de la bondad e imparcialidad de sus principios frente a esta
absurda guerra que los acosa, de hacer valer la exigencia de no querer actores
armados en su territorio y haber obtenido el apoyo total indiscutible, han
debido comenzar desterrando a los narco-terroristas guerrilleros que infestan
sus territorios. Era obvio, sensato y consecuente. No lo consideraron así y
llegaron cargados de bidones con combustible a un incendio que se expande
peligrosamente.
Los militares y policías no son actores impasibles en esta grave
situación del norte del Cauca, al contrario, tienen una gran responsabilidad en
el sostenimiento del Estado de Derecho. La estrategia y las tácticas les vienen
fallando desde hace muchos años. La gente ve a los soldados y policías como
futuras víctimas, no como los héroes que abnegadamente tienen que estar
enmontados para poder vencer al enemigo. Llegan a estacionarse, a hacer
presencia armada en los parques y calles del pueblo, a volverse carne de cañón
para pasar a la inmortalidad muy jóvenes en los constantes ataques en los que ellos,
y todo el vecindario, siempre son los objetivos y no al contrario. Yo recuerdo
que cuando fui oficial del Ejército –claro, hace muchísimos años-, en la lucha
contraguerrillera era absolutamente prohibido que las tropas se acantonaran en
poblados o cerca de la población civil, y la táctica era similar a la del
enemigo, absolutamente móviles, en campaña permanente, dos, tres, o cuatro
meses y un relevo de descanso. Ya no es así, tenemos unas fuerzas militares y
de policía burocratizadas, como sus jefes civiles, estacionarias, inclusive muy
al borde de la política partidista, con simpatías internas por algún candidato
que sabe endulzarles el oído. Tenemos una fragilidad muy peligrosa en el
cumplimiento de la misión institucional. Siendo así, la exigencia de las
comunidades indígenas de desalojar escuelas, juntas de acción comunal o calles céntricas
del poblado no sería calificable como un mandado bien hecho de los
guerrilleros.
Para completar, hoy mismo, otro consejo de seguridad en Popayán,
seguramente también inútil, y una comisión de señoritos en Santander de
Quilichao, encabezados por Aurelio Iragorri Valencia, con ánimos de retomar lo
perdido y lo que no se atendió oportunamente: el diálogo con los dirigentes
indígenas que como autoridad no son menores de edad y a los cuales se les debe
exigir también el mantenimiento del orden público en sus jurisdicciones,
acuerdos de gobierno con autoridades autóctonas y una veedurías efectivas sobre
los recursos que reciben para su desarrollo social. Por favor, seamos serios y
responsables de mantener la convivencia entre todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario