Diego Jaramillo Salgado [i]
Un programa
de una cadena nacional de radio de Colombia calificó de exótica la movilización
de los indígenas del norte del Cauca. No son pocos los que argumentan que dicha
acción no hace más que ayudarle a la propia guerrilla. Algunos llegan incluso a
calificarla como un acto circense. Miembros del gobierno nacional dejan escapar
valoraciones que se ubican en algunas de las anteriores afirmaciones. Todas
ellas situadas en la superficie de un conflicto que solo se analiza por los
efectos inmediatos que invaden los titulares de los medios de comunicación. Más
no por la identificación de lo que acontece en el devenir histórico de dichas
comunidades.
Atrás quedan acciones que otrora fueran reconocidas por su capacidad de organización y de movilización. El rescate de un misionero suizo en 2003, en Caldono, que había sido secuestrado por la guerrilla. La caminata de cientos de indígenas hacia las montañas del Caquetá para presionar la liberación del alcalde de Toribio, Arquímedes Vitonás, retenido por las FARC en 2004. La audacia de un alcalde indígena de Silvia quien después de una larga jornada nocturna con sus guerrilleros captores, logra hablarles en su lengua a niños que los rodearon pidiéndoles que avisaran a la comunidad de que estaba secuestrado. Acción que al instante motivó el levantamiento de los indígenas de la vereda en que se encontraba y la obligación de su liberación por parte de la guerrilla. En fin, son innumerables los hechos en esta dirección.
El CRIC fue
fundado en febrero de 1971 y a la defensa de los principios de unidad, tierra y
cultura fue necesario agregarle la protección de sus vidas tras las acciones de
pájaros, matones a sueldo, y no pocas veces por miembros de la policía o el
ejército. En la medida en que las FARC fueron ocupando su territorio reclamaban
para sí su control. Desconociendo las autoridades propias de las comunidades
indígenas. Desde inicios de la década del ochenta efectuaron asesinatos de
algunos de sus activistas. La formación del grupo armado Quintín Lame, que
operó durante la década del ochenta, hasta su desmovilización, por medio de
acuerdos de paz, en la Constituyente de 1991, fue más un movimiento armado de
autodefensa que una organización como los otros grupos de orientación Marxista
que le fueron coetáneos. La larga lista de dirigentes y activistas que han sido
asesinados en ese corto periodo de 41 años de la organización justifica con
creces su permanente preocupación por la paz en sus territorios. Argumento que
sería mucho más fuerte si lo asociáramos a siglos de resistencia para
garantizar que hoy tengan la organización y la fuerza que han demostrado.
Si bien en
sus congresos y asambleas identifican problemas básicos como los de tierras,
educación, el impacto que les ocasionará el TLC los efectos de los
megaproyectos y la minería; el del conflicto armado ha devenido en uno de los
que más dificultades ha traído para la realización de sus planes de vida en sus
territorios. Por una circunstancia inscrita en la lógica de la guerra; pero
también por la confrontación de dos formas de ver el mundo, la vida y la
transformación social.
Históricamente,
las FARC surgieron en el nororiente del departamento del Cauca. Lo cual
conlleva que muchos de sus militantes hayan nacido en esta región y conozcan
como la palma de la mano sus ríos y montañas, caminos y senderos. Sumémosle a
esto que el desencadenamiento de la guerra ubica este territorio como uno de
los más estratégicos para acceder a la zona agroindustrial del Valle del Cauca
y transitar por los caminos que facilitan el control del Pacífico. A la vez,
posibilita el paso hacia la Amazonia y los Llanos Orientales. Por eso, varios
analistas ven como inevitable que cualquier solución del conflicto, sea militar
o negociada, tenga en estos territorios sus últimos escenarios.
Lo que queda
de proyecto político de las FARC sigue inscrito en un esquema no muy bien
definido de una sociedad socialista. Durante más de dos largas décadas su
estrategia militarista ha conducido a desconocer dinámicas propias de
movimientos y organizaciones sociales que, desde su propia historia y
condiciones de vida, también se sitúan en el horizonte de la transformación
social. Más no dentro de las jerarquías que impone una estructura militar ni
tampoco vertiendo sobre sus prácticas organizativas las tácticas Leninistas y
Estalinistas que aun operan en la estructura de esta guerrilla. Estas dos
direcciones entran en confrontación en los territorios. No de una manera ideológica
o discursiva sino de forma práctica. Pues a la ancestral autoridad y forma de
gobierno ejercida a través de largos años de resistencia, y respaldada por la
constitución actual, se le opone la autoridad de una insurgencia armada que las
desconoce. Y no de cualquier manera, pues no son pocas las denuncias de las
organizaciones indígenas de asesinatos de sus miembros cometidos por la
guerrilla. Hasta la declaratoria, incluso, de objetivos militares, por parte de
uno de sus frentes.
Esto,
precisamente, condujo a la organización indígena a dirigirse al nuevo comandante
de esa guerrilla, Timoleón Jiménez, para plantearle si esa amenaza era solo de
un frente y si era respaldado por el secretariado. En ella le exigen una
consecuencia sobre sus expresas intenciones de lograr la paz. Sobre todo,
porque consideran que avanzar hacia ella no será ahora posible si se produce
entre su cúpula y el gobierno, con la ausencia de las comunidades que padecen
los efectos de la guerra. La respuesta ha sido una mayor ampliación de la
embestida militar en sus territorios, la pérdida de vidas de muchos de sus
miembros, el desarraigo temporal de su relación con la madre tierra por los
desplazamientos que han debido realizar.
De igual
manera, parten de la afirmación de que la guerra se produce con la contraparte
de la guerrilla; en este caso el gobierno nacional, a través del ejército, la
policía y sus organismos de seguridad. Establecen que su presencia en sus
territorios no ha garantizado la paz y la tranquilidad para realizar sus planes
de vida; más bien, contribuyen a agudizar el conflicto en sus territorios. No
es que desconozcan la unidad de la nación y el monopolio de la fuerza por parte
del Estado. Es la aceptación de que la forma particular en que opera el
conflicto en sus poblaciones no ha conducido a la recuperación de las
condiciones que les permitan avanzar hacia el buen vivir. De allí que los
identifican también como actores de la guerra. Una política gubernamental como
el Plan de consolidación, en tanto es operado por los organismos militares que
toman control de las zonas, no cumple el propósito para el que fue diseñado si
no son los gobiernos municipales y las organizaciones de sus comunidades las
que lo implementan. En regiones como la del Cauca no hace más que exponer a la
población a la reacción cruenta de la guerrilla, como está sucediendo. Por lo
cual, esas son las razones para que se sostengan en que tanto guerrillas, como
policía y ejército, deben salir de sus territorios. Eje central de la
discusión. Pues desde el gobierno nacional se asume que es un mandato
constitucional mantener el monopolio legítimo de la fuerza. Desde las
organizaciones guerrilleras, su levantamiento en armas como movimiento
insurgente lo asumen como una alternativa al estado que quieren suplantar. A las
organizaciones de la sociedad no les queda más que participar o aliarse a dicho
proyecto o someterse a sus decisiones.
Qué margen
de acción les queda a comunidades como estas que persisten en este tipo de iniciativas
de paz? Si se mira la crudeza del conflicto, y su degradación, podría
concluirse que poca. Si se tiene en cuenta su tradición de lucha y de
resistencia y su capacidad de organización y movilización, mucha. Asumiendo que
con sus propias autoridades y su guardia indígena pueden ejercer autoridad,
justicia y control de los conflictos que se producen en ellos. Han dado
muestras de ello a lo largo de su vida organizativa y de los cientos de años de
resistencia. Porque es de los pocos espacios que la sociedad colombiana
registra en esta última década como alternativa al autoritarismo y a la
barbarie. En 1999 logran un acuerdo con el gobierno nacional de la designación
de un territorio denominado de paz y convivencia; situado en la María Piendamó.
Allí donde Aída Quilcué, consejera, mayor del CRIC en ese momento, y las
comunidades obligaron al presidente Uribe a que los escuchara en su propio
territorio y bajo sus condiciones. En 2004 realizan una movilización, bajo la
hermosa denominación “caminando la palabra” cuyo punto de llegada y de asamblea
fue el Coliseo del Pueblo de Cali. La opinión pública la identificó como la
marcha de la dignidad que ya incluía como una de sus demandas no ser carne de
cañón de los actores de la guerra y la necesidad de optar por una solución
política negociada del conflicto armado. Proceso que se amplió sucesivamente en
marchas hasta Bogotá; ya no solo de indígenas sino con diferentes
organizaciones populares, bajo la denominación de La Minga Social y Comunitaria.
Su resultado fue el congreso de los pueblos y diferentes iniciativas que se
desprenden de sus mandatos. En todas ellas con la apuesta por la paz como una
de sus reivindicaciones centrales.
La
destrucción de las trincheras de la policía y del ejército, y la presión hasta
sacar la guerrilla de algunos de sus territorios en varios municipios del norte
del Cauca, no son más que la expresión de comunidades y pueblo organizados.
Nunca la convivencia con la guerrilla. Nadie puede evitar que haya indígenas en
sus filas. Así como en el ejército y la policía frecuentemente enjuician a
muchos de sus miembros comprometidos con el narcotráfico, la corrupción o
tráfico de armas. Dejarlos a su propia suerte no sería nada diferente de dar la
espalda a espacios de dignidad tan maltrechos y menospreciados en nuestro país.
Ignorar el significado de su voluntad y propuesta de paz menospreciaría un
proyecto que nace desde la raíz misma del pueblo y alienta las esperanzas de
que su multiplicación se produzca y con ello caminos reales de salir del
conflicto armado.
[i]
Doctor en Estudios Latinoamericanos, UNAM. Profesor jubilado Universidad del
Cauca. Orientador de proyectos de investigación de la Universidad Autónoma
Indígena Intercultural (UAIIN). Miembro del Espacio Regional de Paz de
Organizaciones sociales del Cauca.
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