EL ORDEN EN LAS PRECEDENCIAS
Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Locombiano
“El inferior tratará siempre al superior con suma atención y respeto; pero téngase
presente que todo
acto de sumisión o lisonja, que traspase los límites de la
dignidad y el decoro…”
Manuel A. Carreño.
Manual de Urbanidad
La antigua y mentada Urbanidad de Carreño que hizo levantar dedos y sentir la regleta en
espaldas, nalgas y palmas de las manos y pellizcos en los brazos, está a punto
de acabarse por completo. Ya no será de tan fácil aceptación en los hogares que
se implanten muchas de esas normas, algunas todavía en uso y abuso.
Se ha vuelto una burla para la ciudadanía eso de nombrar a toda
hora en público y en privado a los alcaldes, a los parlamentarios, a los
militares, a los obispos y a cuanto delegado del gobierno aparece, como
“doctor” o “general”, con inclinación de cabeza. Y los demás son simples
civiles.
La reglita de Carreño instruía que había un orden de precedencia
en el modo de tratar a la gente por adultos y menores. Para saludar y dar el
paso en la calle, o dar el puesto en salas y comedores se debía tener muy en
cuenta “la edad, la dignidad y el gobierno”. Es decir, había que respetar,
ceder el puesto y tener mayor consideración a los mayores de edad, a quienes
tenían algún título, como monseñor, o tenían un cargo en el gobierno y llegaban
ante nosotros.
Todo el mundo se afanaba cuando se sabía que llegaría al pueblo un
delegado del gobierno. Se arreglaba un salón, se mataba gallina, se conseguían
flores, se entrenaban niñas y niños para que dieran la bienvenida y cantaran.
Se tendía un lujoso mantel en la mesa, se hacía sentar en orden a los
convidados y al más pesado en el centro. Venían luego los discursos, los
aplausos, se servía la comida y, claro, después el baile. Todo porque el señor
–la mujer nunca era vista – representaba un papel honorable y hacía las veces
de la “autoridad”.
En ese entonces había autoridad. La autoridad mayor era la fe en
la palabra dada. El mayor de edad siempre decía la verdad y los gobernadores,
alcaldes, delegados de los ministros – en esa época no había tanta Agencia o
entidades con nombres comunitarios – hacían que la situación apareciera simple
y confiable. No había escondrijos debajo de la manga ni se iba a los pueblos a
engañar con promesas. La gente respetaba a quienes llegaban porque la palabra
valía. No había Conpes, ni tratados ni consorcios temporales, ni tanto
empleadillo servil que “enredara la pita”, ni “choque de trenes”. Cada ministro
atendía lo suyo y no pisaba el terreno de los otros. En fin. Eso de allá era,
otra cosa.
Pero hoy, la situación ha cambiado. Ya no hay autoridad. No hay a
quien creerle. ¿Dónde están aquellas autoridades a las que se refiere el artículo
2 de la Constitución Nacional? ¿A las “civiles, administrativas y militares”
como se decía antes? ¿A qué se llama “honorable” cuando se refiere a los
parlamentarios? ¿A qué se llama “monseñor” a los señores de rojo que aparecen
en youtube? Solo los periodistas les dicen doctor cuando están en la cárcel, o
cuando se niegan a la prueba de alcoholemia.
A nadie ahora se le ocurrirá llamarlos doctores ni hacerles la
corte cuando vayan por la calle. A quienes antes ostentaban el honor de ser
servidores públicos, respetaban el cargo y atendían al pueblo, se les veía
ganas, sinceridad, y las cosas marchaban. Hoy se evaden las responsabilidades y
prima el favor, el nepotismo. No el servicio público. Miren en lo que paró una
fiesta en una pequeña isla de Locombia. A esto hemos llegado.
En resumen. Todo servicio causa honor-erario, mordida. Esto es ser
honorable, digno y respetable.
09-08-12
11:32 a.m.
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