Por: Luis Barrera
Hace unos días fui junto con mi
hermano Carlos Mario, mi hermana Luz Alcira y su esposo José Hallifer, al
cementerio central católico de Puerto Tejada a visitar el osario donde reposan
desde ya hace varias décadas los restos mortales de mi abuela materna Gregoria
y mi padre Carlos Alberto, de paso visité ligeramente las tumbas y osarios, de
algunos parientes y conocidos que se nos adelantaron en el viaje sin retorno de
la muerte.
Recé aunque por breves minutos
por cuantos descansan en ese lugar. Qué buena impresión me causó el ver pese a
las prevenciones, a no pocas personas que visitaban ese recinto en que duermen
el sueño eterno familiares y amigos, pudiendo además contemplar el cambio
radical que este camposanto presenta con las adecuaciones y embellecimiento que
por iniciativa del sacerdote diocesano Ever Claudio Marín García le ha
generado.
Un cementerio limpio es un
lenguaje de amor, de cariño, de recuerdo: porque quienes contribuyen a cuidar y
embellecer el lugar, han pensado en los recuerdos afectivos del pasado que los
unió a los seres queridos que allí reposan.
¿Es triste el cementerio? Para el
que tiene fe y amor, no. Porque se sigue amando a aquellos que, un día,
vivieron a nuestro lado, y porque como católicos convencidos creemos en la
resurrección de los muertos y en la vida eterna.
Por razones de seguridad hace ya
cuatro años las autoridades debieron cerrar el cementerio laico o civil que
funcionaba en un lote de terreno del barrio Hipódromo y hoy todos los caminos
conducen a un mismo sitio, al Cementerio Central Católico, que gracias a las
remodelaciones alberga en su última morada todos los Portejadeños sin distingos
de creencias religiosas.
Ahora al terminar los sepelios y
al acompañar a los dolientes hasta las sepulturas de sus familiares podemos sin
tanto afán y zozobra junto a las tumbas bien cuidadas, rezar y recordar la vida
del ser querido o de la amistad que en muchos casos se fue sin decir adiós.
En este camposanto se adivina un
diálogo dulce con los que, un día, conocimos o vivieron con nosotros. Estoy seguro
de que, en el cielo, también se escuchan las oraciones de quienes los lunes con
sus súplicas e intenciones en la misa invocan por el alma de los difuntos o
desgranan también el rosario por los pasillos que bordean las frías tumbas.
Las ánimas guardan, a pesar del tiempo en silencio sepulcral
de su despojos, el amor que nos tuvieron y no han olvidado: con paz, hablan al
Padre Dios de nosotros, y esperan que algún día les vayamos hacer compañía
porque eso sí, “uno se muere el día que olvida que se tiene que morir, es decir,
el día que se sienta inmortal”.
Adiós, decimos los mortales, a
los que se van. A veces no por la voluntad divina sino injustamente por la de
los violentos. Nos espera consoladoramente un encuentro con todos ellos en la
Casa del cielo, bajo la dulce mirada del Dios de la vida. El largo viaje,
cuando se cierren nuestros ojos, nos llevará a la dulce paz, con cantos de
ángeles, en la serenidad de las eternas moradas.
Al recorrer el ahora “amplio y
acogedor” cementerio de Puerto Tejada, advierto tumbas bien limpias y
floreadas, algunas muy pocas en que abundan las flores marchitas del olvido o
los nombres están apenas legibles.
Mi corazón se para en cada
sepultura: Dios, mi Padre celestial, lo es también de todos los que yo no
conocí. Por eso, recomiendo que cuando vayamos a un cementerio, respetuosamente
nuestras oraciones deben ser elevadas para todos, por quienes, como que dice mi
amigo José Isaac Lasso, habitan “el barrio de los acostados”.
El cementerio se convierte
entonces, en el único lugar en que todos podemos descansar en paz sin distingo
alguno. Y es por eso que nunca debemos burlarnos de la muerte, pues ella
siempre nos observa por detrás sintiendo el frío de su aliento en nuestro oído.
Y quizá por ello, en la vida sólo hay una cosa segura, la muerte.
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