LAS PRUEBAS DEL SABER
Por Leopoldo de Quevedo y
Monroy
Locombiano
Después
del caso Sigifredo, la palabreja prueba
suena bastante feo. Suena como a trampa, a treta, a mala jugada, a chanchullo o
chancuco mal hecho.
En
mis largos años de profesor siempre tuve mis recelos por la efectividad de los
exámenes. Y decían algunos maestros: Tanto se sabe cuanto se recuerda. Y dale
que dale a la memorización de textos, nombres de objetos, palabras de inglés,
fórmulas químicas y poemas de García Lorca y Pombo.
No
pasé por una Normal ni por una Facultad de Educación o pedagogía. A enseñar lo aprendí
casi con sangre. Mi maestro fue el profesor Walberto Vacca Vásquez, licenciado
en Español e Inglés de la Universidad Santiago de Cali y mi novia que estudió
en Chinchiná y en la Universidad nombrada donde también fui profesor.
Hice
sufrir a mis estudiantes y sufrí angustias y penas. Pero algo aprendí y hasta
recibí diplomas en dos universidades por buen profesor y en mi penúltimo
colegio donde di clases. Pasé por el Liceo Benalcázar, que goza de fama de
exigente institución formadora de mujeres en donde se seguían las directrices
de la nueva Pedagogía conceptual.
Durante
los últimos diez años me resistí a practicar exámenes de preguntas a mis
alumnos. Explicaba conceptos, hacía talleres sobre los temas vistos, hacía
trabajar en equipo y eso lo calificaba. Olvidaba contar que yo di clases de
Lengua castellana y también de inglés con lo que aprendí en el Colombo y tras
la afición que despertó en mí el padre Martín Giraldo recién llegado de USA
cuando estudiaba el bachillerato en el seminario.
En
mis clases me preocupé de enseñar a vocalizar bien, a adquirir un buen tono en
la voz, a leer en voz alta y a interpretar textos. Los muchachos al principio
se reían de mis exageraciones, pero al final aceptaban con gusto mi antimétodo.
Me
tocó hacer las tales parcelaciones de asignatura y consignar lo que se sabía no
serviría para nada. De eso nunca se hizo una memoria, una evaluación en algún
colegio. Era como firmar una planilla con la hora de llegada y de salida en una
empresa. Luego el Ministerio, que llaman de Educación, llegó con la innovación
importada del extranjero que llamaron de estándares por competencias. Nunca
entendí cómo estandarizar la mente de alguien.
La
máxima entidad de Educación, el ICFES, ha quedado con el resabio de las pruebas
para el ingreso a la universidad. Y las llama las pruebas del saber. ¿Qué es el
saber, en singular? ¿Es lo mismo que recordar de golpe un concepto, identificar
una relación por comparación o descarte? Y el que acierte más, gana como en TV
y en los centros comerciales, más puntos. Aunque el candidato no supiera cómo
sentarse a la mesa, ni cómo responder al papá o cómo saludar al vecino. Aunque
solo supiera el tin marin y llenar
cuadritos en cruz. Aunque no supiera ni hacer un arroz ni amarrar el cordón del
zapato, ni qué es un proyecto o una propuesta de un cambio de óptica.
Ah,
la teoría y la memoria y la inutilidad de estas pruebas. Lo cierto es que muchos
estudiantes precoces, brillantes, inventivos, discordantes de los métodos y
sabidurías convencionales quedan por fuera de la universidad con sus habilidades
y competencias prácticas desperdiciadas. No hay quien valore y premie a estos
genios que no se prestan a hacer el ejercicio de las famosas pruebas del saber. No hay un organismo
ni gubernamental ni privado que recoja en una convocatoria a presentar
propuestas a jóvenes, o no tan jóvenes, para muestren sus saberes y talentos.
29-08-12 10:17 a.m.
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