jueves, 30 de agosto de 2012

LAS PRUEBAS DEL SABER



LAS PRUEBAS DEL SABER


Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Locombiano

Después del caso Sigifredo, la palabreja prueba suena bastante feo. Suena como a trampa, a treta, a mala jugada, a chanchullo o chancuco mal hecho.

En mis largos años de profesor siempre tuve mis recelos por la efectividad de los exámenes. Y decían algunos maestros: Tanto se sabe cuanto se recuerda. Y dale que dale a la memorización de textos, nombres de objetos, palabras de inglés, fórmulas químicas y poemas de García Lorca y Pombo.

No pasé por una Normal ni por una Facultad de Educación o pedagogía. A enseñar lo aprendí casi con sangre. Mi maestro fue el profesor Walberto Vacca Vásquez, licenciado en Español e Inglés de la Universidad Santiago de Cali y mi novia que estudió en Chinchiná y en la Universidad nombrada donde también fui profesor.

Hice sufrir a mis estudiantes y sufrí angustias y penas. Pero algo aprendí y hasta recibí diplomas en dos universidades por buen profesor y en mi penúltimo colegio donde di clases. Pasé por el Liceo Benalcázar, que goza de fama de exigente institución formadora de mujeres en donde se seguían las directrices de la nueva Pedagogía conceptual.

Durante los últimos diez años me resistí a practicar exámenes de preguntas a mis alumnos. Explicaba conceptos, hacía talleres sobre los temas vistos, hacía trabajar en equipo y eso lo calificaba. Olvidaba contar que yo di clases de Lengua castellana y también de inglés con lo que aprendí en el Colombo y tras la afición que despertó en mí el padre Martín Giraldo recién llegado de USA cuando estudiaba el bachillerato en el seminario.

En mis clases me preocupé de enseñar a vocalizar bien, a adquirir un buen tono en la voz, a leer en voz alta y a interpretar textos. Los muchachos al principio se reían de mis exageraciones, pero al final aceptaban con gusto mi antimétodo.

Me tocó hacer las tales parcelaciones de asignatura y consignar lo que se sabía no serviría para nada. De eso nunca se hizo una memoria, una evaluación en algún colegio. Era como firmar una planilla con la hora de llegada y de salida en una empresa. Luego el Ministerio, que llaman de Educación, llegó con la innovación importada del extranjero que llamaron de estándares por competencias. Nunca entendí cómo estandarizar la mente de alguien.

La máxima entidad de Educación, el ICFES, ha quedado con el resabio de las pruebas para el ingreso a la universidad. Y las llama las pruebas del saber. ¿Qué es el saber, en singular? ¿Es lo mismo que recordar de golpe un concepto, identificar una relación por comparación o descarte? Y el que acierte más, gana como en TV y en los centros comerciales, más puntos. Aunque el candidato no supiera cómo sentarse a la mesa, ni cómo responder al papá o cómo saludar al vecino. Aunque solo supiera el tin marin y llenar cuadritos en cruz. Aunque no supiera ni hacer un arroz ni amarrar el cordón del zapato, ni qué es un proyecto o una propuesta de un cambio de óptica.

Ah, la teoría y la memoria y la inutilidad de estas pruebas. Lo cierto es que muchos estudiantes precoces, brillantes, inventivos, discordantes de los métodos y sabidurías convencionales quedan por fuera de la universidad con sus habilidades y competencias prácticas desperdiciadas. No hay quien valore y premie a estos genios que no se prestan a hacer el ejercicio de las famosas pruebas del saber. No hay un organismo ni gubernamental ni privado que recoja en una convocatoria a presentar propuestas a jóvenes, o no tan jóvenes, para muestren sus saberes y talentos.

29-08-12                                       10:17 a.m.

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