Por
Julio César Espinosa*
Voy a referirme al poder educador de las experiencias
culturales.
En la década del setenta terminó de pagar sus penas en la
isla-prisión Gorgona del Cauca un grupo enorme de homicidas. No se sabe por qué
un grupúsculo de entre ellos, algo más de medio centenar de asesinos, se habían
compactado en una especie de familia y el gobierno no sabía qué hacer con
ellos. Tras varios intentos infructuosos de ubicarlos en diferentes puntos del
país, se logró por fin incorar unas tierras en el Tolima y crear un
asentamiento para los matreros. Se trataba de hombres rudos cincuentones y
sesentones, que salían por la cloaca de la llamada Violencia Colombiana, que
desangró a la patria entre el 40 y el 60.
Cegar vidas ajenas con balas, hachas y cuchillos no había
sido su mayor protuberancia inmoral. Habían acumulado bastante experiencia y
astucia para el robo, la mentira, la estafa, el hurto, el asalto a mano armada,
la violación, delitos éstos que exigen una capacitación ardua en los
intríngulis de la falsedad, el desprecio, la intriga, el sectarismo político, el
odio y demás ornamentos escabrosos propios de las almas abisales.
Bajo la promesa de “un buen comportamiento social”, el
Estado los arrojó en ese pueblo de tierra caliente, específicamente en una
vereda cuyo nombre no menciono para no ofender.
Mientras pasaban los años cumplieron en apariencia el
compromiso y aprendieron a sembrar yuca
y plátano, y a criar gallinas y marranos.
Naturalmente, consiguieron esposas y se reprodujeron, tarea que no
necesita estímulos mayores que los propiciados por Madre Natura. Fui profesor
de algunos de esos hijos. El semblante de sus progenitores no ha querido huir
de mi memoria: ya casi ancianos, a todos ellos les cabía muy bien el distintivo
de Caballeros de las Mil Cicatrices o Sobrevivientes del Infierno o Desechos del
Mundo. Complemento el horror de la memoria a olvidarlos, porque ella trabaja
muy bien solo ante la belleza o la fealdad: los párpados adormilados, el ceño
torvo, pupilas negras y pequeñas, arrugas mezcladas
con cortaduras antiguas, los ojos locuaces para narrar con silencios profundos
antiguos lances, tristezas, desafíos, hambres, gritos, ratas acorraladas en su
propio pasado, la expresión total de sus cuerpos componía un mensaje final: “…y a pesar de todo, estoy vivo”.
Se sospecha que continuaron delinquiendo como las
zarigüeyas: lejos de sus nidos. Rumores de asaltos, crímenes y violaciones en
lugares distantes corrían en secreto, porque en público nadie se atrevía. Los
forzados expedicionarios de la Gorgona se sabían protegidos por una aureola de
rudeza. Inspiraban temor. Un prófugo de esa isla, Daniel Camargo Barbosa el
Abominable, dejó testimonios escalofriantes al respecto.
Ahora ya los lectores pueden imaginar el ambiente, la
atmósfera que en esa lejana vereda formaron entre ellos.
Cuando en Dite (como la ciudad dantesca del Infierno, así
denomino esa terrible vereda tolimense),
un joven cumple sus iniciales quince años, el primer regalo que recibe de sus
padres es un revólver “para que lo respeten”. Sus códigos de honor se
reproducen como por generación espontánea:
·
En cualquier problema, procure que usted no sea el último en
disparar.
·
De la cárcel algún día sale, pero del hueco de la tumba, no.
·
En materia de plata, jamás dé papaya y aproveche cualquier
papayazo.
·
El único amigo verdadero que no falla es el dinero.
·
A los hijos varones no se los toca ni se los acaricia ni se
les canta ni se les habla suave, porque pierden hombría.
Suficientes
botones para la muestra.
Como en demasiadas veredas del Cauca, jamás se oía en Dite
una guitarra ni una voz llegó nunca a entonar una canción. El único poema que
alguna vez escuché de un descendiente de los gorgóneos, fue la Propuesta de
Matrimonio en Refranes, gracejo que es un túmulo verbal a la ordinariez.
Todas estas reflexiones se vinieron por contraste en tropel
a mi cerebro, tras leer “La maestra de Mariangola”, un texto narrativo breve
del poeta decimero costeño a quien me referí en el artículo pasado, José
Atuesta Mindiola.
Leyéndolo vine a confirmar el papel que la música, la
literatura y la poesía han venido cumpliendo en ese territorio todavía
desconocido para nosotros los cachacos, la Costa Atlántica. Más que un papel,
la poesía, los compositores vallenatos,
los decimeros como Atuesta Mindiola, han
ejercido con desinterés absoluto una misión humanística en el entorno de
crianza de sus variadas generaciones: los chicos se levantan bailando, oyendo y
componiendo, interpretando instrumentos, recitando y declamando. Aprenden sin
que haya un currículo específico ni un maestro particular salvo lo que trasmite
una generación a la otra. Reciben un acordeón como regalo en alguno de sus
primeros onomásticos.
En Dite lo particular es el odio al prójimo, la vergüenza de
ser sensible, la desconfianza ante el otro, el miedo más que el sol calcina los
huesos y si de pronto hay música es una
que atosiga los espacios de cantina, cuya letra cuenta desde el siglo pasado el
mismo barberazo y los mismos cuatro balazos que sonaron a la madrugada.
No voy a idealizar el carácter de los costeños. Sé que en
todas partes no falta algún canalla. Pero de Sucre para arriba y muy poco de
Valledupar para abajo, allá siempre han tenido paradigmas de la música y la
poesía popular, modelos de seres que se deleitan en el arte, en la festividad,
en la creación.
Qué poderoso educador, amigos, es el ambiente. José Atuesta Mindiola, al narrar la
historia de sus progenitores**, la maestra de Mariangola, en palabras sencillas
pero henchidas de una magia que preña al
lenguaje de ese particular interés por la anécdota, entonces le da lumbre y
brillo a su lugar natal, desarrolla la capacidad del corazón para sentir las historias
ajenas como propias y expande sobre los ilimitados espacios del alma la
admiración por los destinos de mujeres y de hombres. Gracias a la magia del
verbo, Mariangola ahora existe más, se ha hecho más palpable. Allí el amor y la solidaridad, la paciencia y la vocación, construyeron un ambiente que
debe ser paradigma en lugares como Dite o muchos de los 45 municipios del Cauca
de cuya existencia sabemos por las ráfagas de la metralla y porque de ellos el
amor y el diálogo han sido proscritos.
***
Amigos: las décimas y la música podrían ir redimiendo
lentamente el corazón de los matreros.
MARIANGOLA, MI BELLA TIERRA SONORA
Los tambores de la aurora/ son los
espejos del día/ donde el sol es sinfonía/ iluminando las horas;/ mi bella
tierra sonora/ eres agua de mi sed/ porque en ti yo comencé/ a beber de la
poesía/ mientras mi padre escribía/ versos al Cerro ´e la Ve. II:
Cerro gigante famoso/ a quien mi
padre cantó/ y en sus versos bautizó/ como celeste coloso,/ del cuerpo verde
rocoso/ cerro madre de la fuente// del río y dice presente// cuando pasa por
aquí,/hasta baila el colibrí/en su murmullo ferviente. III:
Mariangola de mis sueños,/ alborada
en melodía,/ te añoro todos los días/como si yo fuera el dueño,/ de la luna y el
ensueño/ de tu noche silenciosa;/ en ti tierra primorosa/ escuché por vez
primera,/ los silbos de primavera/ entre el clavel y la rosa. IV:
Mariangola en tus sabanas/ brilla el
sol en el rocío/ y el viento fresco del río/ con su verdor engalana;/ los cantos
de la mañana,/ turpiales y ruiseñores/ en romance de fulgores/ y sutil
delicadeza/ le roban a la cereza/el perfume de sus flores. V:
Cuando yo piso tu suelo/ un aroma de
floresta/ me llena el alma de fiesta,/ y como un pájaro vuelo/ por el azul de tu
cielo,/ así recorro en la altura/mi niñez y la premura/ de aquellas primeras
letras/ que mi madre la maestra/ me enseñaba con ternura. VI:
Mi bella tierra sonora/ vivo rodeado
de amigos,/ y Dios está de testigo/ de lo que te digo ahora;/ me regalaste la aurora/
y los meleros de abril,/ a mis noches el candil/ que ilumina con esmero,/ todas
las cosas que quiero:/ Mariangola mi redil. (JOSÉ ATUESTA MINDIOLA)
*Miembro de la Asociación Caucana de Escritores
***www.youtube.com/watch?feature=endscreen&NR=1&v=B4Iba-QNRAI
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