Una vez existió un religioso que pese a tener un juramento y una
disciplina estricta impuestos desde el Seminario, tenía algunos desfases que
podrían calificarse como faltas graves, pero que a la luz de lo humano se catalogan
como normal.
A pesar de sus actos divertidos, cumplió con el deber, como por
ejemplo celebrar las misas a la hora indicada, realizar confesiones, dar la comunión,
bautizar y hacer casamientos.
También se desplazaba a zona rural donde tenía radio de acción su
Parroquia, y era bien recibido, aunque algunas veces tenia el carácter
alterado.
En la misa de seis de la mañana del domingo, siempre aparecía con
sus ojos un tanto enrojecidos, porque no había dormido la noche anterior, ya
que era aficionado al juego de gallos, y en esos coliseos de desafíos plumíferos,
entre espuelazo y picotazo también hay una copa. Pero de todas maneras, no se
dejaba coger la tarde y les cumplía a sus fieles, quienes nunca dudaron de sus
homilías, que las realizaba con dedicación.
"El que peca y reza, empata", seguramente fue su
consigna, la cual siempre aplicó, y según las sagradas lenguas, no pudo cumplir
con el celibato, y posiblemente tuvo sus vástagos, y con ello le dio realidad
al calificativo de Padre como lo llamaban.
Pero no faltaron los comentarios y "bochinches" entre la
feligresía que algo comentaba en el atrio, en la calle o la plaza de mercado, y
muchos que se alarmaban por lo que hacía el levita, después concurrían religiosamente
a sus predicaciones.
Entre las señoras de manto, camándula y libro negro de bordes
rosados, se comentaba: “¿Por qué será que el Señor Arzobispo no le dice nada?”
Y la respuesta también surgía: “es que la historia del Arzobispo es peor”.
De todas maneras el alegre sacerdote daba mucho tema, tanto por
sus acertadas prédicas como por sus deslices, con lo cual la gente se entretenía.
Esta historia de pronto no aporta algo al actual proceso de paz y diálogo, pero
distrae la mente un poco, la aparta de la dura realidad.
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