martes, 29 de enero de 2013



EL CLÁSICO SABOR DE LA CARNE ASADA


Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Loco-mbiano

Comer no es engullir un bocado por entre los dientes y que pase luego hasta el estómago, simplemente. Eso lo hace, tal vez, la serpiente cuando traga un conejo sin molestarse en morderlo y masticarlo. O, como lo puede hacer el chacal al encontrar un venado indefenso y darle dentelladas hasta saciar su instinto y llenar su panza.

El ser humano ha educado su paladar a lo largo de los siglos. Desde que ordena a sus neuronas que allegue la presa con su mano hasta la boca y proceda a alimentarse con ella, cumple con un rito bastante complejo y cada vez distinto. No es lo mismo que deglutir un pedazo de pan ácimo o una pastilla o una gelatina. Porque comer no es devorar como lo hace una fiera, con saña, ni chupar o sorber un líquido como lo hace un enfermo. Y es distinto de beber o de lamer o de roer un trozo de panela. Se asemeja, tal vez a roer, como lo hace el perro con el hueso de costilla rodeado de carne fresca.

Cuando se pone un trozo de carne pulpa delante en el plato, recién salida de la hornilla o de las brasas, el ojo le envía a la lengua y a las papilas gustativas un mensaje urgente. La boca alista sus labios, se llena de saliva el fondo delicado de la boca interna y la lengua no resiste de contenta y se alborota la gana. Claro. Debe a uno haberle llegado la hora del almuerzo o de la cena. Comer sin hambre carne no es como montar en bicicleta en el gimnasio para llenar una rutina.

La carne bien preparada, sazonada, puesta a punto, sea del centro del anca de una res, cortada a modo de bifé chorizo o de lomo de caracha es todo un banquete para un comensal refinado. La carne sale humeando de entre las brasas pidiendo a gritos que la coma un comensal que sepa degustarla.

No bien ha llegado a la mesa la carne llevada al fuego en término medio o casi a tres cuartos, su interior es tierno, rojo, hace aguar la boca, con el líquido que yace aún en ella. Exhala un olor característico que incita a paladearla y saborearla. El elegido la corta a su justo tamaño, la toma con el tenedor y ya está sobre los dientes y la lengua. El paladar la gusta y con toda la boca se degusta. Su sabor exquisito aparece y envuelve las paredes internas y todas las fibras de ese templo que la adora y casi la devora. Ah, qué delicia tener tan jugoso manjar por unos pocos momentos deleitándose con ella, sin deglutirla. Hasta que, por fin, se deja ir de bruces por la caverna que la lleva hasta el estómago.

Todo se ha conjugado como lo hace el retórico y gramático con un verbo. Esos 250, 350 o 400 gramos que estaban en el plato se cortan, se llevan a la boca, pero antes ha llenado su olor las paredes de las fosas nasales y han llegado las ganas hasta las neuronas que estimulan los deseos de aprisionar con los dientes ese trozo de sabor a fruta prohibida. Los dientes apenas si la hieren, no la trituran: la acarician y casi la besan con placer de sibarita. La lengua se regodea y a su paso la garganta no traga sino que hace una reverencia para que siga hasta la sala y se siente cómoda en el diván que los jugos gástricos han preparado con esmero.

Comer, entonces, carne asada se vuelve un arte, un rito en el que participan todos los sentidos en su goce. Ven, ben-dita carne, hasta la mesa. No permitas que el olor, los jugos, el calor de la parrilla y las ganas, sufran más del tormento de esperarte.

27-01-13                                    6:18 p.m.

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