jueves, 15 de noviembre de 2012



NIEBLA Y NUBE


Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Loco-mbiano

Las palabras definen con claridad aquello que encierran en sus letras y significados. El ser humano desde que empezó a poblar el mundo acertó a dar nombre a cada una de las cosas sensibles o los eventos inmateriales.

El niño dice papá o mamá y sabe a lo que se refiere. Señala con sonidos onomatopéyicos a las nuevas cosas que conoce, imitando a aquellas que los producen. El trato que da al mundo es simple, responde a la naturaleza tal como es. No está separado el nombre al ser íntimo de la rosa, el perro, el agua, el río, el viento, el timbre o la cascada. ¿Cómo lo hace, quién o quienes le dieron visto bueno al uso que hoy tienen?

No fue de una vez que aparecieron en el lenguaje humano los nombres de los objetos. Pero como una magia, los individuos de una región, tribu o comunidad convinieron en aceptar que tal manjar, tal fruta, tal animal o tal sustancia respondiera a tales sonidos y unión de letras. Porque es, en verdad, admirable que determinado objeto que existe en diferente continente responda con precisión a unos fonemas y grafías y sea aceptado sin controversias.

La historia del universo nos enseña que el lenguaje fue naciendo a través de muchos ensayos. Las lenguas se fueron formando, no como el ser humano en nueve meses, sino en cientos de años. No es que las cosas escogieran cómo llamarse porque no hablan ni piensan. No es que un dios sabio hubiera dictado cada nombre a los humanos y ellos los hubieran escrito en su memoria con cincel y en piedra.

De las primeras cosas que debieron hablar los primeros seres que habitaron el mundo fue de lo que le rodeaba. De sus semejantes, de la tierra, del firmamento, de la nube, del agua, del árbol, de los animales y aves. Y poco a poco fueron formando en su mente una enciclopedia.

Distinguieron a la nube de la niebla, por ejemplo. Debieron ser los poetas quienes hicieron tal separación mental de esa sustancia blanca redonda que se va disolviendo y se vuelve como un humo de agua. De tanto mirar hacia arriba y observar cómo una masa va cambiando de forma y como el aire la dispersa hasta convertirla en jirones diminutos, debió darle el nombre para diferenciar el suceso atmosférico.

Las nubes son ovejas, osos polares, elefantes, ogros, hilos largos y delgados o columnas monumentales que se ubican sobre nuestras cabezas para recrearnos y darnos la sensación de frescura y descanso. La niebla, en cambio, es un manto casi transparente de mujer en invierno, es como una cortina de escenario que nos oculta algo misterioso en el fondo del espejo.

Las nubes y la niebla son hermanas. Cuando quieren juntan sus gotitas y se quedan quietas para que un fotógrafo luego las divierta en una feliz pose o se sueltan de la mano y se pierden en el éter para vagar diseminadas en bandada tenue y acuosa.

Los días, las tardes, el horizonte y las mañanas serían sosas y rutinarias si no existieran las nubes y la niebla. El sol no tendría desde arriba a quien reflejar sobre la tierra y los montañistas no viajarían acompañados si no tuvieran en frente a la inmensidad teñida de la niebla que les diera el ingrediente de la aventura de lo que hay detrás de la tenue cortina de agujeritos blancos.

Calima-Darién, Comfandi. 15-11-12                        11:44 a.m.

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