Por Alfonso J. Luna Geller
Qué ordinarios somos todos los seres humanos y, sin embargo, a veces, cuán extraordinarios somos en circunstancias que a simple vista nos pueden parecer ordinarias. En este relato, todo se dio gracias a Internet, donde comenzamos, naturalmente, la nueva amistad. No recuerdo exactamente cómo fue el primer encuentro virtual, pero me marcó profundamente cuando me preguntó: ¿Y usted sí sabe con quién habla? Lo sabía por sus nombres y apellidos. De ahí en adelante se rompió el hielo y poco a poco fuimos avanzando en los nuevos sentimientos.
Era mi hija Sandra Liliana, a quien había dejado en su hogar materno hacía más de treinta años. Habíamos decidido, por encima de las circunstancias que determinaron la separación familiar, reencontrarnos y en pacto tácito, no avivar remotas laceraciones, para podernos reconocer bajo nuevas coyunturas. Lo menos que puedo decir es que me conmovió profundamente el reencuentro en el aeropuerto Bonilla Aragón procedente de Bogotá y que de paso me confortó la idea, difícil a veces de creer, aunque sepamos que es cierta, de la profunda humanidad de la que somos capaces: a pesar de los resentimientos y los desafectos que puede producir el olvido consentido, en el ser humano se impone siempre el amor y la ternura.
Llenos ambos de una hermosa generosidad decidimos hacer un recorrido que nos permitiera regocijarnos en la alegría de jugar, como nunca había ocurrido. Nos fuimos en familia con mi otro hijo David, mis nietecitos Juan Nicolás y Juan Ángel, que iban de la mano de su madre Diana Marcela, a reencontrarnos con algo que nos motivara a ver la vida desde una opción novedosa en la que pudiéramos compartir nobles sentimientos. El escenario fue el zoológico de Cali, llenos de sonrisas que dan la bienvenida, con ojos que invitaban a compartir nuevamente la travesura de vivir. Fue algo así como una terapia, una integración humana, renovación orgánica, reeducación afectiva y reaprendizaje de las funciones originarias de vida, para mí, un reencuentro con el placer único de estar vivo compartiendo con algunos familiares y con unos majestuosos testigos de la naturaleza viva.
Nunca había percibido cuanta hambre de cariño existe entre dos seres que tanto tiempo llevaban sin conocerse, a pesar de compartir la misma sangre; y la indescriptible recompensa que se siente luego de un abrazo que es recibido como un regalo del alma.
Testigos eran una madre-llama que también desplegaba todo su amor por el hijo que en nuestra presencia acababa de nacer; un maravilloso y colorido mundo acuático, un misterioso mundo de reptiles, serpientes, cocodrilos, babillas y tortugas; leones, avestruces y cebras que a su vez admiraban los saltos y brincos de varias especies de primates y el fascinante mundo de los anfibios.
Los niños nos ayudaban a sentirnos como en un bosque húmedo tropical y a disfrutar de los sonidos de las exóticas y coloridas especies de aves y los arcoíris que mostraban las mariposas, mejor dicho, una experiencia realmente inolvidable, maravillándonos inclusive, ante un tigre que aprendió a posar para los visitantes con la naturalidad del mejor artista.
Fue un reencuentro familiar muy emocionante, porque de pronto estuvimos envueltos en una oleada de cariño que contagiaba en el ambiente. Fue una velada deliciosa, y nos hemos despedido con la promesa de que nos volveremos a ver enseguida, para continuar con nuestro palique.
Una vez más, debo estar agradecido de la Vida….
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