LA CEJA TIENE OJOS, PESTAÑAS Y UNA CASCADA
Entre la bruma y la lejanía, el Salto del Buey de La
Ceja
Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Locombiano
Como una
extensión del XXII Festival Internacional de Poesía de Medellín hemos salido al
veraneadero del cuerpo que es La Ceja. La vía es perfecta para recrear pulmones
y ojos. A lado y lado hay montaña con pinos de diversas formas, alturas y
diseños, eucaliptos de olor, yarumos de corona blanca, siete cueros con
florecillas lilas. Al fondo, desde abajo, Medellín lo sigue mirando a uno
cuando sube en la buseta verde.
La Ceja es
un municipio de 60 mil habitantes con dos parques, 4 templos y cuarenta
capillitas. Sus casas en el centro son pequeños retablos con balcón y adornos
rojos, verdes y azules. Bulle la gente y se respira hondo un aire de sencillez
y naturaleza pura.
Fuimos a
Villa Gloria, una casa de campo a cinco minutos en taxi. A la entrada lo recibe
un ejército blanco de hortensias y el olor a vacas, robles, algarrobos y heno.
Lo habitan gnomos, libros centenarios, fotos famosas de abuelas y tías, dos
patios con flores y palmas y un banano abierto para los petirrojos y mirlas. Es
la casa donde vive la poetisa Marga López Díaz, madre de las abejas Melissa y
Vanessa.
Hasta allí
fuimos a parar con una amigable patota poética. Georgina Cuartas, Ángela
Penagos, Édgar Montoya, Juan Diego Garay, Albeiro Rojas, Alfonso, Álvaro,
Jorge, Andrés y Nico, fueron la corte para que la fiesta fuera completa. Nos
aprovisionamos de un buen mercado con arepa, frutas, pastas, panela, jamón, pan,
huevos, cilantro, pollo, albahaca, tomillo y queso para burlar al hambre.
Entre exclamaciones
paisas de Marga, mirada negra de Édgar, risa franca de Ángela y chistes finos
de Georgina a quien le hizo cuarto Alfonso con sus apuntes, Gloria María, mi
novia, en la cocina hacía de hada madrina. Luego pasamos a la sala, acomodamos
el sofá y las nalgas, a carcajadas nos oyó reír la madrugada.
Muy a las 8
a.m. nos recogió en su Nissan Patrol don Bertulio. Tomamos camino diez contertulios
rumbo al Salto del Buey en la vereda San Rafael. La carretera de piedra y
paisaje conducía a Abejorral y pasaba por cinco veredas de La Ceja. Nunca antes
había viajado en jeep por encima de nubes. De tramo en tramo había plantaciones
de hortensias azules, amarillas y rojas, moreras y cebollales. A una hora,
junto a una escuela paramos. Seguimos a pie y entramos por un sendero con el
permiso de la dueña que nos regaló guayabitas de leche con sal.
Bajamos por
la pendiente y llegamos hasta un precipicio. Desde allí, como desde un balcón,
esperamos que una nube dejara ver la cascada. Desde una peña cortada por una
cuchilla larga se descolgaba un río crecido al que dieron por nombre Salto del
Buey. El espectáculo era audiovisual, pues se oía el rumor desde donde
estábamos y veíamos como el ovino acuoso daba segundo a segundo un salto hasta
el abismo. Dicen los vecinos que hace siglos una manada de bueyes cargados de
oro desde la cima se lanzaron en estampida y hasta hoy se oye su estruendo. El
sol luego alumbró al paisaje y la cascada lució brillante con su cabellera de
anciana.
El cansancio
delicioso nos supo mejor con un sánduche de pan de centeno, queso y jamón con
un vaso de Colombiana. Luego Georgina Cuartas le echó sal al paseo con su gracia
y sus poemas.
La Ceja
cerró la página a las cinco p.m. cuando el taxi de Aldemar nos puso de patitas
en Rionegro de regreso a la cama de casa.
02-07-12 11:10
a.m.
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