Por: Pbro. Edwar Gerardo Andrade
Rojas
Párroco Iglesia de la Stma.
Trinidad - Santander de Quilichao
“Él les dijo: Amarás al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mt 22, 37)
En la medida en que
aumente nuestro conocimiento de Dios, aumenta también nuestro amor. Pero por más que su nombre esté frecuentemente en nuestros labios, Dios
está muchas veces fuera de nuestro corazón y demasiado lejos de nuestra vida.
Hablamos de Dios como se habla de una idea, pero no le amamos como se ama a una
persona; no tenemos inconveniente en reconocerlo como el fundamento absoluto de
todas las cosas, pero, a la hora de la verdad, tampoco nos cuesta relegarlo al
último lugar en nuestras preferencias y preocupaciones; admitimos de buen
agrado que es nuestro Padre, pero nuestra relación con Él, está muy lejos de
ser la relación entrañable propia de un hijo. Hoy se ora menos, hay un abandono
progresivo de las prácticas sacramentales, y el definitiva, nos relacionamos
poco con Dios. Amar a Dios resulta un ideal imposible de cumplir para quien no
se relaciona habitualmente con Él y carece de auténticos sentimientos
religiosos. Debemos amar a Dios no sólo porque es el Bien Absoluto, sino porque
Dios nos ama tal como somos, cada uno con su historia y con su pecado. “En
esto consiste el amor; no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él
nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados... Y
nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en é. Dios
es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Juan 4, 10. 16). El amor a Dios no puede quedar reducido a la
intensidad de un momento religioso, ese amor ha de ser llevado a la vida y a
las obras.
Nuestra justificación es
obra de la gracia de Dios. La gracia es una participación en la vida de Dios. La
gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su
llamada: para llegar a ser hijos adoptivos, partícipes de la naturaleza divina,
de la vida eterna.
El ritmo de nuestra conversión es obra de la gracia. La gracia es la amistad con Dios por medio de su presencia en nuestras
vidas, es mantenernos en constante comunicación con Él, quitar el velo de
nuestros ojos y reconocer lo que Dios nos pide “Y
cuando se convierte al Señor, se arranca el velo. Porque el Señor es el
Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Corintios 3, 16-17). En el Antiguo Testamento hallamos la bondad pura
de Dios que ama al pecador y que anhela su conversión y su vida (Leer Ez 18,
21-23). El Antiguo Testamento sólo podía prometer o anticipar aquello que la
manifestación viviente y visible de la gracia de Dios en Jesucristo iba a hacer
real y definitivo. La gracia vino a nosotros por Jesucristo, en tanto que la
ley fue dada por Moisés “Porque la Ley fue dada por medio de
Moisés: la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Juan 1, 17). “Pues
conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por
vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2 Corintios 8,9). En la cruz resplandece la gracia salvadora de Dios. La gracia de Dios la
recibimos en nuestro bautismo y aumenta al recibir el bautismo en el Espíritu.
La gracia llega cuando dejamos de ser esclavos del pecado y nos dejamos
conducir por el Espíritu Santo, haciendo que nuestra conciencia sea más
sensible y perciba lo que es de Dios, lo que le agrada y busquemos estar en su
voluntad. La gracia solamente puede ser recibida por fe, por lo que San Pablo
afirma: “Pues
habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros,
sino que es don de Dios” (Efesios 2, 8-9). Por tanto, ya no
vivimos bajo la ley sino bajo la gracia.
LA GRACIA DE DIOS SE PIERDE Si no obedecemos la enseñanza que nuestro Padre Celestial nos da por
medio de la Biblia, las predicaciones o las palabras directas “Someteos,
pues, a Dios...” (Santiago 4, 7), le decimos NO a
Dios y quedamos sometidos a la ley “Porque quien
observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos. Pues
el que dijo: No adulteres dijo también no mates, si no adulteras, pero matas,
eres transgresor de la Ley (Santiago 2, 10-11).
Si cedemos a la tentación que Satanás pone en nuestro camino “Después la concupiscencia, cuando ha
concebido, da a luz el pecado, y el pecado, una vez consumado, engendra la
muerte” (Santiago1, 15). Si cometemos pequeñas faltas
que son como obstáculo en el camino hacia Dios los cuales nos impiden avanzar y
nos producen tibieza espiritual, por ejemplo: disminuir o evitar nuestros
deberes cristianos. Hacer sin agrado las cosas referentes a Dios. Pensar solo en nosotros mismos y nuestra
comodidad. Tener conversaciones ociosas y vanas. No evitar caer en “pecado”, obrar
con motivos humanos. En cualquiera de los casos mencionados, Dios nos dejará en
libertad, no nos forzará a regresar al buen camino hasta que reconozcamos que
no podemos solos. Dios nos ama y deja que suframos las consecuencias de nuestro
pecado hasta que decidamos detenernos y no ir por sendas contra su voluntad
(Hebreos 12, 5-11). La Palabra de Dios dice: “Poned
cuidado en que nadie se vea privado de la gracia de Dios; en que ninguna raíz
amarga retoñe ni os turbe y por ella llegue a inficionarse la comunidad” (Hebreos 12, 15).
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