Rodrigo Valencia Q
Especial para Proclama del Cauca
Plumilla
por Rodrigo Valencia Q
Un día salí a regalarle un
pantalón a un indigente que todos han visto en Popayán; no lo recibió. En otra
ocasión, a otro de estos personajes de semblanza abandonada, que sostiene sus
harapos con la mano y hasta deja ver sus vergüenzas sin problema alguno, lo
busqué para regalarle una correa; no la recibió. En estos días, a uno de ellos
lo vi arrodillarse en plena calle en un charco de agua sucia; sorbía el agua
con todo su mugre, tal como lo hace cualquier perrito acosado por la sed. No
exagero; estoy contando exactamente lo que vi; atestiguo esta locura.
Creo que ni la indignidad ni la
dignidad son cosas que se deban exhibir en público. Todos tenemos llagas
interiores, desde el más humilde hasta el más alto dignatario y el rey; pero la
mayoría no salimos a mostrarlas a la calle; cierta truculencia moral nos lo
impide, el barniz del ego nos protege de ese circo y sus malabares. El ser
humano es diestro en el disimulo de sus errancias y signos humillantes; todo debe
quedar en la más completa oscuridad, allí el sol de la mirada ajena no tiene
entrada para constatar el desencanto.
Yo no voy a misa, no comulgo, no
me arrodillo, no me santiguo al pasar frente a la puerta del templo; abandoné
esas prácticas cuando llegué a cierto “uso de razón”, que no tiene nada que ver
con la edad. Y entonces, como algunos me creen ateo, me dicen: “Pero usted es
cristiano…” “Amigo, ese capítulo me queda inmenso –respondo-; no soy capaz de
recoger al mendigo de la calle, no lo llevo a mi casa, no lo visto ni le limpio
el mugre o las heridas, no lo albergo ni le doy de comer. Entonces, ¿qué
sentido tiene eso de arrodillarse, extender al cielo los brazos y decir: Señor,
ten piedad, cuando uno no es el buen samaritano?”
Yo no hago nada por ellos; a
duras penas a veces les doy una miserable moneda. ¿Usted hace algo por ellos?
¿El gobernante hace algo por ellos? ¿Ellos hacen algo por sí mismos? Vienen con
su despreciable y maloliente mugre ambulante, uno los evita; no son el “prójimo”,
nos recuerdan lo que no queremos ser, despiertan a duras penas la conmiseración
que no toma partido porque no nos anima a la caridad; no somos él mismo con su
herida existencial entre los huesos. Ese rostro con las taras del mugre y el
abandono, que ya ni siquiera contesta “Dios se lo pague” porque el tiempo que
vivimos es el peor tiempo de los tiempos, que desprecia hasta la gratitud, está
en todas las calles y rincones con su sombra magullada; es dedo que grita, que
señala, que afea la condición humana encastillada en su mito de amor y de
belleza; es sello de la desheredad y desigualdad que la familia humana
construye diariamente con su falta de solidaridad, con el egoísmo a toda costa,
con la infinita residencia dentro de nosotros mismos como siendo los únicos que
tenemos derecho a la existencia. El afecto y el buen corazón sólo son para la
pequeña parcela de nuestros inmediatos intereses. ¡Que cada quien se salve a sí
mismo, cada quien es responsable de su gloria y de sus pena! ¡Cada quien es
rey, los demás, siervos!
Miren: ahí viene, con su andar
pesado, encorvado, lastimoso; sus ojos reflejan el abismo de la pena; todo prohombre
ha quedado en el subsuelo porque éste es el episodio más humillante de la
humillación. Extiende su mano nudosa, sucia; se acerca a la ventanilla del
carro; tal vez hasta entra al templo y todos le hacen quite… Él ha aparecido en
cualquier rato; ha nublado el día, su imagen persistirá en la conciencia que
recuerda, la vida es un borrón con su presencia.
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