jueves, 1 de noviembre de 2012



BRUJAS Y GATOS, NOCHE DE DISFRAZ Y CUERVOS


Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Loco-mbiano

El ambiente obliga, el bulevar está lleno y la noche se acerca. Todo llama a la esquina, al tejado, al rincón de donde saldrá corriendo el gato largo como brisa de patas negras que lleva el viento. Es noche de brujas y a mi alrededor todo suena a chillidos, sirenas, llanto y una cantinela loca: Triqui, triqui, halloween, quiero dulces para mí.

Triqui es como crujir de dedos, chasquear de pulgar con medio con la palma. Es como sonido de motor con escoba que aterriza en la alcoba. Hay cientos de viejas brujas de boca sin dientes que ríen con sus encías negras. Sus ojos tienen ojeras verdes y vienen vestidas faldas de gala y blusas rasgadas en mangas como alas. Sus uñas largas las tienen pintadas de negro que está de moda. Sus trajes de seda violeta les cubre hasta el suelo, para que no se le vean sus pies de humo. Parece que ruedan en el suelo con patines de hielo. En sus manos blanden una escoba de espartillos gruesos.

Llegaron de Groenlandia o de los Países Bajos. No hablan flamenco, ni sajón, ni celta. Chillan y repiten sus gritos para asustar la gente. Los niños creen que vienen a la fiesta y las reciben con gran alegría. Ya a ellos nada les causa miedo. Todo lo contrario, el terror les gusta, los colorines fuertes los traen en sus uñas, igual que toda bruja que llegue sin tocar a la puerta.

En la azotea quedaron los cuervos de ropaje oscuro, brillante y muy liso. Se pasean despacio, solemnes, por las cornisas y por el tejado. Lanzan cada tres minutos un par de graznidos para amenizar la gala. No es un llamado de muerte sino una sonata que han estado ensayando desde la primavera. De cuando en cuando vuelan hasta la arboleda vecina donde dormita una camada de hijitos que esperan las sobras de este aquelarre mundano.

En la sala nadie conoce a nadie. Todo es confetti, hilos escarchados, máscaras, ojos que miran por entre narices y bocas caladas en cartón o plástico. Allí está el pirata junto al cura, el marinero junto al alguacil, el ogro junto al hada y el ángel junto a lucifer. Allí esconde la cola el mico, saca el cuerpo el camaleón, habla duro el obispo morado o llora un niño de pantalón corto y sombrero hongo. Suenan platillos, vuelan canapés, unos alzan el brazo, otros se arriman más de la cuenta. Todo parece una fanfarria o una tienda embrujada. El aquelarre llega a su punto más alto.

Esta es la noche de los niños del siglo XXI. Todo es negro, verde, rojo, teñido de sonidos sordos, gruñidos y orejas largas. Los padres caminan por entre gnomos, gorilas, héroes, con sus hijos enfundados en overoles de corredores de fórmula I, o de campanita o ET, Peter pan o de rojo como el hombre araña o verdes como el increíble. Esta es la era en que se perdió el miedo y suenan motos con voz de trueno a media noche, y cazas y chivas a la madrugada. Todo mundo ríe y muestra a sus nietos muy disfrazados en sus cunas  tiradas por brujas.

Llegada la hora de salir del trabajo, madres y padres sacan a sus críos a que hagan ruido y caminen por avenidas y centros comerciales luciendo sus trajes, sus trompas y colas, sus antifaces de lobos, tiburones, princesas, presidentes, policías y bomberos. Porque es la noche de disfraces. Los mayores se visten de niños y también ocultan por una noche lo que hacen a diario.

31-10-12                                                          8:35 p.m.

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