Diógenes Díaz Carabalí
No conozco la paz. Desconozco esa palabra. No sé cómo se escribe. Las letras que la forman se han perdido entre la maraña de mi alfabeto restringido. Y eso que en edad paso ya la media centuria. Desde el vientre de mi madre escuché que había que exterminar a unos u otros. Desde cuando nací escucho que hay que acabar con corruptos, burgueses, capitalistas, imperialistas. Desde cuando nací oigo que hay que exterminar bandoleros, terroristas, subversivos, bandidos, agentes del comunismo.
En este largo periodo me he enterado de tantas batallas… En este medio siglo he escuchado tantas justificaciones. Manuel Marulanda nunca pudo perdonar que le hubieran matado la familia, unas gallinas, unos puercos. Los hijos de la guerra, como Álvaro Uribe, no han podido reconciliarse con el secuestro y la muerte en cautiverio de sus padres, hermanos, familiares. ¡Han sido tantos los muertos! ¡Tantos amigos de uno u otro bando han desaparecido! ¡Han muerto tantos conocidos que ni siquiera tenían bando! ¡He escuchado lamentos de tantas viudas y tantos huérfanos...! ¡He acogido tantos parientes huyendo de uno u otro bando! ¡He visto encarcelar familiares, amigos, desconocidos, culpables o inocentes de esta guerra implacable que ha dejado sobre el camino del tiempo tantas víctimas…! ¡He visto la rabia subida en el rostro de tantos impotentes!
No he vivido un solo día sin noticias de la guerra. Un asalto allá, un atentado acá; que un secuestro por un lado, que una detención por el otro, que una violación de derechos fundamentales más acá, que falsos positivos por aquí, que allanamientos arbitrarios en tal lugar; que muerte de líderes sociales, que muerte de políticos; que secuestro de empresarios, que asesinato de defensores de derechos humanos, que violación de derechos fundamentales; que ataques a patrullas de ejército y policía, que bombardeos indiscriminados a campamentos de guerrilla y paramilitares, que narcotráfico, que sicarios. Que estigmatización de todo aquel que no esté de acuerdo con la guerra.
He visto matar periodistas, sacerdotes, pastores religiosos. He visto asesinar campesinos, indígenas, negros, mujeres, niños indefensos. La prensa me ha mostrado atentados contra artistas; han ahogado el grito de un actor; han ensangrentado el humor para ridiculizar al humorista. Le han quitado la sonrisa a los niños, la ilusión a las púberes, los sueños a los jóvenes, el emprendimiento a los mayores, la memoria a los viejos.
La guerra ha desbaratado nuestra nacionalidad, ha desvirtuado nuestras tradiciones, ha destruido nuestra ética, ha distorsionado nuestra moral. La guerra nos ha dividido entre buenos y malos, entre justos e injustos, entre pícaros y honrados, entre alienados y conscientes, entre apátridas y nacionales. La guerra ha desteñido nuestra cultura, ha sepultado nuestras raíces. La guerra ha fomentado el odio, ha aumentado los deseos de venganza. La guerra ha acabado con la justicia, ha ensuciado el sentido de libertad. Toda expresión surge de prejuicios y tenemos que hablar en voz baja. La guerra ha hecho que la estigmatización sea calificativo para el desenvolvimiento cotidiano, y pareciera que todos lleváramos tras la espalda el cañón de un fusil que nos apunta. La guerra nos ha dejado una inseguridad absoluta, porque no sabemos si la esposa o el esposo que duerme a nuestro lado pueda amanecer vivo al día siguiente.
Por eso me gustaría despertar una mañana con la noticia de que se ha firmado la paz, de que hemos silenciado los fusiles, de que hemos acallado las bombas, de que hemos aterrizado los aviones de combate. Sin duda, por mis hijos y su descendencia, vendría a mi memoria que mi vida ha valido la pena. En paz me podría acercar a la muerte, después de cruzar sonriente la tranquilidad de mi vejez.
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