Autor:
Ángel Castaño Guzmán
Desde hace algún tiempo los medios de comunicación, los políticos
en campaña y los sindicalistas repiten una tesis con la cual todo el mundo
parece contemporizar: si Colombia quiere un cambio sustancial debe apostarle
con especial énfasis a la educación. Ella es para muchos el ábrete sésamo de la
paz, y no les falta razón.
Sin embargo, y dejando de lado por un momento la veracidad de la
idea, el asunto se complica cuando alguien, quizá el niño que antaño señaló la
desnudez del monarca, pregunta: ¿cuál educación? ¿Todo consiste en ampliar la
cobertura o será necesario transformar el modelo formativo? Si los jóvenes
acopian mayor cantidad de datos, si saben en qué año nació Bolívar y cuántos
presidentes ha tenido Argentina, si son capaces de explicar qué diablos es una
sinalefa o quién era Atanasio Girardot y resuelven con facilidad los problemas
de Baldor, si esto se cumple, ¿acaso por ello serán ciudadanos participativos y
deliberantes?
Porque, en últimas, el nivel de la calidad educativa de un país se
mide en relación con la vida ciudadana y no con la información recibida en las
aulas. Uno, la verdad, puede vivir bien sin saber cuántas estrellas distinguen
a un general de un coronel o ignorando las diferencias entre Diógenes Laercio y
Diógenes de Sinope. Por el contrario, no puede hacerlo cuando los políticos
destinan el dinero de la cultura al espectáculo o cuando la única formación
recibida por cientos de chiquillos es la del hambre y la violencia. Con lo
anterior no elevo una apología de la ignorancia mas si una diatriba a la
erudición vacía.
En consecuencia con el modelo actual de educación, el sistema
busca profesores con credenciales de conocimiento —maestrías y
especializaciones—, así este sea un simulacro. Un docente socrático, sin
publicaciones científicas y pergaminos universitarios, con dificultad sería
aceptado en el magisterio. El profesor, desde luego, no es el único responsable
de cuánto y qué aprenden los alumnos. No obstante, recientes investigaciones
han demostrado la relevancia de sus métodos.
En otras palabras, si sus hijos están en un salón con un PhD con
deficiencias comunicativas, tienen menor probabilidad de educarse en
comparación con los chicos que reciben clases de un maestro con un pregrado a
secas pero con destreza pedagógica. Y para nadie es un secreto que hasta el sol
de hoy no se ha descubierto un procedimiento más eficaz que el empleado por
Sócrates hace ya dos milenios.
La táctica es sencilla: todo apunta a desarrollar la capacidad de
pensar por sí mismo, haciendo caso omiso de las presiones comunitarias y
culturales. Lo molesto de este camino para los profesores es la reducción de su
papel de iluminado a simple contertulio. Y, como canta Pink Floyd, la
interacción de ellos con los estudiantes es una réplica del control social: yo
mando, tú obedeces. En síntesis, un buen paso para dejar atrás la violencia es
encontrar maestros más sabios y menos wikipédicos.
Tomada de Crónica del Quindío
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