domingo, 20 de enero de 2013

POPAYÁN EN LAS COLUMNAS DE HORACIO


LIBROS Y ENCUENTROS (XV)

Por Julio César Espinosa*

Había en el retratista de sí mismo y de los dublineses, James Joyce, un amor por su ciudad rayano en la ternura. No fue Dublín un pretexto para hacer crítica social sino un espejo cóncavo y deformador, íntimamente asociado a los instantes fundacionales de su propio ser, en el que Joyce quería medir qué cantidad se habían deteriorado en el curso de veintitantos siglos los héroes homéricos, comparados con los hombres del siglo XX.
Al observar esa ternura del gran escritor irlandés por su ciudad natal, perpetuada en ese mapa de la conciencia moderna que es “Ulises”, la admiración de uno se traslada a los biógrafos de Popayán y en particular a Horacio Dorado Gómez, que ha utilizado todos los recuerdos, fotos, dibujos, apodos, figuras, apellidos y leyendas habidas y por haber, para combatir la resaca del tiempo, para destilar la saudade, para elaborar el elixir nostálgico que por una vez nos permita la magia de exclamar que el viejo Popayán se nos va a ir, se nos está yendo, se nos fue, pero aquí está, gracias a la teúrgia de recordar con la palabra precisa, y al sortilegio de la frase alquímica que trasmuta lo mejor del pasado en la axiología del presente. Si Germán Arciniegas pudo biografiar el Caribe valiéndose de monumentales y grandiosas acciones pretéritas, en estos libros, “Nuestros Personajes Típicos” “Popayán en Columnas de papel”, subyace el extracto de una identidad que no sólo se resiste a desaparecer, sino que apela a la hondura de los sentimientos más humanos, para proyectarse en el corazón mismo de las generaciones venideras.
Así pues, mientras haya periodistas como Dorado Gómez, el pasado de Popayán tendrá futuro. La anécdota de la esquina y el evento épico, el mendiguillo y el prócer, el rancho de bahareque y el monumento excepcional se eternizan en las páginas de estos libros-regalo, porque se vuelven alimento del espíritu, es decir, patrimonio colectivo.
Aguardamos la hora del atardecer valenciano en que las cosas brillan más, para expresar que “Nuestros Personajes Típicos” y “Popayán en Columnas de Papel” abastecen dos necesidades cívicas. La primera es solidificar un sentido de pertenencia, que es bandera del patojo raizal. Y la segunda, proporcionar dirección e identidad al advenedizo, al visitante o simplemente a los ejemplares de las generaciones recientes.
La gracia de “Nuestros personajes típicos” nos remite a la añoranza por un sentido de unidad y familiaridad citadina. La gracia de la edición de “Popayán en columnas de papel”, en su aspecto material y gráfico, nos remite a la certidumbre de que Horacio Dorado no se despeñó por el abismo y el bostezo de las monografías estériles, donde la estadística hace ecuacionar al cerebro pero no latir al corazón. De ahí nuestro símil con la biografía caribeña de Arciniegas, porque este texto apunta a perpetuarse como biografía de unos sentimientos leales - melancolía, nostalgia, admiración, fe - no tanto hacia un pasado fugaz como a unos valores eternos.
Dentro de éstos últimos, repasemos quizá los que disponen de esa fuerza vernácula para surgir interesantes y sugestivos: los valores documentales.
Algún crítico alemán, cuya distinción nominal se nos ha traspapelado, afirmaba que la belleza es el único escenario en que la verdad puede exhibirse. Horacio Dorado Gómez en sus libros hizo de aprendiz de brujo con evaluaciones excelentes, porque combinó en el laboratorio de su sensibilidad el color y la palabra, la historia y la reflexión, la poesía y la ciencia. Ni siquiera los detractores gratuitos de faenas como esta podrían eludir la verdad de que los dos libros, en su presentación y en su contenido, superan propósitos meramente turísticos, y se adhieren al afecto más depurado del lector porque son al mismo tiempo criaturas espirituales de doble rostro: una síntesis hermosa de lo que hemos sido como payaneses, y una carta tácita de cuanto queremos ser.
La fundación de Popayán, con sus topónimos y anécdotas, el análisis de su estilo arquitectónico, la radiografía de la cotidianidad, las razones de un nombre, de un apodo o de un oficio, las festividades tradicionales, los productos gastronómicos raizales e importados, constituyen un collage que Dorado sabe muy bien estampar en la memoria y que adquieren esa carga semiótica que todos compartimos: este pasado con sus falencias y aciertos facilitaba la vida, hermanaba las diferencias, depuraba de odios las secuelas de los conflictos. Dicha máquina pretérita tenía el buen humor para aceitarse en las horas difíciles y el dogma cristiano para limar, hasta donde más se pudiera, las diferencias entre prójimos.
Al llegar a la páginas finales, el lector desprevenido se siente arrojado al imperio de las confrontaciones, y llega a saber por la vía de la nostalgia que estos libros llegarán a ser o ya son la mencionada carta tácita al mañana cuando, armados de un rasgo de bondad, dejemos que sobrevivan esa unidad local y de aldea, que, así fuera por momentos breves, nos hacían sentir una sola familia, y rechacemos con las fuerzas más viscerales, la cultura globalizada que dispone hoy de conquistadores tan brutales y crueles como los del pasado que juzga sin piedad Horacio. Pero hoy no se llaman Sebastián de Belalcázar ni Juan de Ampudia, sino Televisor y Computadora ataviados con la cultura extranjera, donde ya no existimos con nombre propio y ni siquiera con un apodo, sino como anónimos, aislados y alienados consumidores de hot dog y Cocacola.


La primera vez que me encontré con Horacio Dorado Gómez vi que es el tipo de persona que se facilita para juzgarlo mal. Bien vestido pero no vanidoso, de carácter pero no atrabiliario, espiritual sin fanatismos. Luego de tratarlo un par de horas, deja traslucir sus mejores virtudes: es fácil llegar a ser su amigo, la mayoría de sus esfuerzos por enseñar su catolicismo ancestral con el ejemplo son exitosos; por ejemplo, recibe el enojo ajeno con nobleza y también se encoleriza pero perdona rápidamente. Conoce perfectamente en qué ámbito social se mueven sus gestiones humanas y las defiende sin humillar a nadie. Su amistad le ahuyenta a uno la amistad de fanáticos pseudo-izquierdistas. Tras seis décadas de existencia, ha sobrevivido a un brutal atentado de la guerrilla y a una operación de corazón abierto. Con una suerte y una fortaleza tales, dan ganas de ser Horacio Dorado Gómez.

*Miembro de la Asociación Caucana de Escritores.

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