Gloria Cepeda Vargas
La trayectoria de Nicolás Maduro, hoy canciller y vicepresidente de la República Bolivariana de Venezuela, es asombrosa. De chofer de Metrobús con somera experiencia como líder estudiantil, una vuelta en redondo lo catapultó a la cima de las más codiciadas jerarquías administrativas y políticas del país. La historia de su vida y la de su compañera Cilia Flores, procuradora general de la nación, son muestras elocuentes de la nueva sustancia que chorrea desde el palacio de Miraflores hasta los arrabales de la patria de Bolívar.
Antes de que la suerte le declarara su amor, Maduro fue “metrobusero”, fundador del sindicato del Metro de Caracas y militante de la Liga Socialista y del MBR-200, para después destacarse como dirigente del Movimiento V República, organización que antecedió al oficialista PSUV (Partido Socialista Unido de Venezuela). Carácter conciliador y caparazón que soporta sin agrietarse desde disparos presidenciales en público -donde más de una vez el jefe lo ha ridiculizado despiadadamente- hasta acechanzas y zancadillas de sus compañeros de partido, lo convierten en el probable sucesor de Hugo Chávez.
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Sus opositores lo tildan de ignorante. Si eso es cierto, Maduro merece un doctorado Honoris Causa de la universidad de la vida. Hace unas semanas lo vi clausurar el acto de entrega de los Premios Nacionales de Cultura Popular con lleno total de la Sala Juana Sujo en la Casa del Artista de Caracas y presencia de la plana mayor que hace y deshace en el campo de la nueva cultura establecida en Venezuela. Llano y cordial, saludó al público, repasó sin pestañear los nombres de los agraciados y como quien no quiere queriendo, dio cuenta de su perruna fidelidad al comandante porque “a él y solo a él, se debe este justo reconocimiento a la cultura popular”. Para quien no sabe cómo se bate el cobre en los predios chavistas, su presencia fue la de un cordial funcionario que no obstante la dignidad que ostenta, se presenta como un soldado más de “esta patria grande, otrora esclava del imperio”. Así pone y quita sus fichas y conocedor de lo que vale la lisonja en el inventario narcisista del presidente, le hace la segunda sin pestañear.
Chávez, consciente de lo que su gestión como primer mandatario de una potencia petrolera representa en los intereses políticos y económicos de la región y lo imprescindible de las lealtades irracionales para un régimen dinástico y tribal como el suyo, le midió el pulso y el sábado 8 de diciembre, en cadena nacional de televisión, lo ungió con el capelo cardenalicio.
Después de esto, Venezuela no será la misma. Maduro deberá enfrentar el reto que significa gobernar a contracorriente de las aspiraciones y derechos de los venezolanos sin la formidable pegada de Chávez ni su visceral posicionamiento en el corazón y la esperanza de las masas populares. Hasta el último momento le pueden esos delirios mesiánicos que lo hicieron temible y encantador. Amanecerá y veremos.
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