Jorge Muñoz Fernández
Cuando Israel realiza nuevamente una política genocida contra el pueblo palestino es tiempo de recordar que los intelectuales en el mundo, con ocasión de las guerras fratricidas o de agresión, han condenado la guerra como una manera de resolver conflictos y la han calificado como la más baja expresión de la bestialidad humana, tanto más, cuando las partes en un conflicto siempre pretenden justificar las depredaciones militares, antes, durante y después de la confrontaciones, en clara violación de los principios éticos universales consignados en los Convenios de Ginebra.
Tan insólita es la guerra que en el caso colombiano, desde los más altos voceros del Estado, hasta agentes estatales de bajo rango, comunicadores sociales e intelectuales hablan de “falsos positivos” por temor, complicidad moral o desconocimiento del Derecho Internacional Bélico, cuando a la luz del derecho internacional, como Estado parte, se denominan “ejecuciones extrajudiciales”.
Se trata de arruinar términos y conceptos que comprometan el poder constituido mediante el uso mañoso del lenguaje para negar el símbolo de lo que significa un concepto y convertirlo en metáfora inofensiva que minimice la connotación política y desaparezca la intencionalidad transgresora del poder en el marco del conflicto.
¿En sesenta años cuántos militares, cuántos policías, cuántos guerrilleros, cuántos indígenas, cuántos campesinos, cuántos obreros, cuántos docentes, cuántos intelectuales, cuántos estudiantes, cuántos empresarios, cuántos niños y cuántas mujeres han caído en la boca de fuego de la sanguinaria contienda colombiana? Sin embargo, ¿en qué momento los intelectuales colombianos, de manera comprometida y orgánica, condenaron la guerra o trabajaron por la paz? Ofensivo silencio.
Toda guerra lleva el sello de la irracionalidad, como las masacres de Sabra, Shatila -refugiados palestinos- y My Lai, esta última en Vietnam, que por su brutal magnitud, enardecieron al mundo.
Habrá que recordar el genocidio de la Unión Patriótica; el exterminio sistemático de los indígenas; los horrores del paramilitarismo y la sistemática violación del Derecho Internacional Bélico por parte por parte de las fuerzas armadas en conflicto en Colombia, que por sus atrocidades evocan escenas del genocidio de Ruanda, impulsado y consentido por las potencias mundiales que usufructuaban las riquezas del país.
Allí la ONU dejó a Ruanda en manos de la locura criminal, como se lo escuché en la Universidad de Victoria, Canadá, al General canadiense Roméo Dallaire, Comandante de las tropas de paz de la ONU, abandonado a su suerte por la misma ONU.
Francia, Alemania y Bélgica habían podido evitar el genocidio, que dejó un millón de Tutsis asesinados por los Hutus, masacre acontecida en el año de 1994. No lo hicieron porque tenían poderosos intereses económicos en juego.
Se usaron machetes, garrotes y hachas, adquiridas con dineros del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, destinados presuntamente para el desarrollo, puesto que las armas de fuego y municiones, para estremecimiento histórico y escarnio de la humanidad, eran demasiadas costosas para un Estado bandolero y malhechor, que hasta con los crímenes de Estado practicó políticas de austeridad fiscal. Violenta ironía.
Condenar la guerra - y todas las guerras - es una obligación moral de los intelectuales, como lo hizo el «Tribunal Internacional sobre Crímenes de Guerra», presidido por Russell, integrado por intelectuales de dieciocho países, entre ellos, Lázaro Cárdenas, ex-presidente de México, filósofos, historiadores y escritores, como Günther Anders, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre.
Sobre el genocidio vietnamita Jean Paul Sartre, el intelectual que dejó huella en su lucha contra los totalitarismos y en defensa de la libertad señalaba:
“En 1966, casi un año después de que el presidente Lyndon B. Johnson ordenara el comienzo de los bombardeos masivos contra Vietnam del Norte y el despliegue de grandes contingentes terrestres en Vietnam del Sur, un grupo de intelectuales y activistas se reunió en torno al filósofo Bertrand Russell para convocar un tribunal que investigara y evaluara los crímenes de guerra cometidos por el gobierno estadounidense en Indochina”.
Instalado el Tribunal en Londres, en el año de 1966, cuando los Estados Unidos unilateralmente llevaba diez años involucrado en el conflicto, con fuerte oposición del pueblo norteamericano en la calles, como ocurría también en Europa, Sartre recordaba que Russell justificaba el funcionamiento de Tribunal “porque existían pruebas de los crímenes de guerra que no habían sido divulgadas por las víctimas, sino por medios de comunicación favorables a la intervención militar; que el tribunal carecía de autoridad jurídica, pero tenía «la misma responsabilidad» que el de Núremberg, sin las limitaciones impuestas por la “realpolitik” a este último; y que debía dejar constancia de lo que realmente ocurría en Vietnam, esto es, «impedir el crimen del silencio».
“…En …Londres, se acordó que el Tribunal respondería a cinco cuestiones: si el gobierno de Estados Unidos había cometido actos de agresión según el derecho internacional,… si el ejército estadounidense había usado armas, o experimentado con nuevas armas, prohibidas por las leyes de la guerra; si se habían producido bombardeos de objetivos de naturaleza estrictamente civil, tales como hospitales, escuelas, sanatorios o presas, y en qué escala en el caso de que así fuera; si los prisioneros vietnamitas habían sufrido algún tratamiento inhumano prohibido por las leyes de la guerra y, en particular, torturas o mutilaciones… y otros actos tendentes al exterminio de la población que pudieran ser caracterizados jurídicamente como actos de genocidio”, como ocurre hoy en Palestina.
Poco antes, en 1964, Sartre no había aceptado el Premio Nobel de Literatura. Razones de integridad moral adujo. Pacifista convencido, se opuso a la metrópoli norteamericana, el colonialismo francés y criticó demoledoramente el régimen comunista de Stalin.
EL Tribunal Russel produjo jurisprudencia moral aplicada en los juicios adelantados contra los autores de crímenes de guerra. No aceptó el “crimen del silencio” en torno a la violación de todas las normas del Derecho Internacional Bélico en Vietnam, cuestionando, con su decisión, la mudez de los intelectuales del mundo frente a la matanza de un pueblo que había asumido la decisión de ser libre.
La historia se repite en Palestina, pero los intelectuales no aparecen, para rechazar política e ideológicamente, con posiciones comprometidas, el “crimen del silencio”. Tampoco en Colombia.
¿Qué habría pasado en este momento en Gaza si en Egipto todavía estuviera en el poder un dictador consagrado y glorificado por los intereses más oscuros de los Estados Unidos y la Unión Europea como Mubarack, y no un presidente sensible a los problemas del mundo árabe como el islamista Mohamed Morsi, elegido popularmente, cuyas ejecutorias diplomáticas y acciones decididas han obligado a Israel a parar el genocidio y establecer una tregua entre las partes en conflicto? Arrasamiento total. Plomo fundido. Mudez absoluta en el mundo de la literatura, el arte y la filosofía.
Finalmente, los norteamericanos perdieron la guerra, se estima que murieron más tres millones de vietnamitas, tres millones fueron heridos y cientos de miles de niños quedaron solos y desamparados. La población desplazada ascendió a doce millones de personas. Las armas de destrucción masiva fueron experimentadas con rigor científico y mortífero.
En la guerra perecieron cincuenta mil estadounidenses, hubo medio millón de heridos y cerca de tres mil desaparecidos. Millones de norteamericanos rechazaron en las calles el conflicto, donde comenzó, ciertamente, la derrota.
El poeta mexicano José Emilio Pacheco, entre los pocos intelectuales del mundo, de enorme valor humano, político y literario, anticolonialista, comprometido con la paz, escribió uno de los más cortos y memorables poemas sobre el holocausto vietnamita:
Un Marine
Quiso apagar incendios con el fuego.
Murió en la selva de Vietnam
y en vano.
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