Gloria Cepeda Vargas
Escribo esta nota hoy 31 de diciembre de 2012 minutos después de la alocución dirigida al país en cadena nacional por Nicolás Maduro desde La Habana. Después de envites postineros y actitudes innecesariamente desafiantes, por primera vez la cúpula oficialista acepta públicamente el grave deterioro de la salud de Chávez.
Hasta ahí la situación palpable para el ciudadano de a pie. De la rebatiña tras bambalinas que podría degenerar en cruento enfrentamiento a punto de estallar en este cuartel que ha hecho de Venezuela el paraíso de las armas, solo podrían dar cuenta los protagonistas.
La del 2012 es una navidad atípica en muchos años. Desde hace catorce primaveras un solo reloj anuncia la hora en “esta ribera del Arauca vibrador” dando luz verde a una verdad de Perogrullo: como todo negociado, para adquirir y retener el poder omnímodo, solo hay que tener olfato. Chávez supo desde el principio utilizar el resentimiento del pueblo raso, el cual siempre olvidado, sigue a la espera del Mesías.
Eso, unido a un encanto al alcance de la mano y sobre todo a la abultada chequera que discrecionalmente maneja Miraflores, hizo de Chávez un icono cuya popularidad trasciende las fronteras de la politiquería para sembrarse en un terreno mágico religioso. Idolatrado o denostado, perverso o heroico, irreemplazable o adocenado según la temperatura, hoy, cuando parece declinar, es innegable que su largo periplo por los altibajos del poder, será parte insoslayable de la historia no solo de Venezuela. Por motivos aceptables o no, pasará al futuro como conductor y mecenas sin rival para muchos de los líderes que actualmente intentan marcar territorio en las innovaciones políticas y económicas de Latinoamérica.
Un primitivismo que devino en incapacidad absoluta, crecido como mala hierba en los altos círculos del poder, asoló el país. Como todo megalómano, el presidente solo tuvo oídos para el halago. El culto a su personalidad rebasó los límites de la vergüenza personal y convirtió la constitución del 99, concebida por él, en una colcha de retazos mal puestos.
Deja un legado que ni siquiera sus opositores más recalcitrantes podrían negarle: el concepto de pueblo bien entendido. Saber que el hombre o la mujer de abajo, ausentes en las decisiones que les atañen y siempre usufructuados por el de arriba, hoy, después de catorce años de aprendizaje, saben que este relativo confort parido por el mar de petróleo donde nada su patria, también les pertenece y que si todavía no lo tienen, deberán luchar por conseguirlo. Lamentablemente la lección fue impartida por un maestro empírico. Quiso igualar con el mismo rasero sectores sociales y económicos irreconciliables. Negó a las clases media y alta, de cuya mano llegó al poder, derechos inalienables y declaró crimen de lesa patria el hecho de poseer dinero honestamente adquirido mientras él y los suyos inauguraron la nueva clase oligárquica y acaudalada del país.
Quizás estas palabras no pasan de ser rumores que se llevará el viento del año que se va. En el mar de contradicciones que signa hoy la tormentosa saga gobiernista en Venezuela, no sería extraño que Chávez, como Lázaro, se levantara y empezara de nuevo a caminar.
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