jueves, 27 de septiembre de 2012

Pereza criolla


Por Mauricio Arboleda

Presenté en una clase un video llamado “¿Por qué los colombianos somos pobres?”, a petición una estudiante por haberle parecido este muy apropiado para el tema vigente en clase de Ciencias Políticas, material que ella misma me facilitó.
Asumí, por su reacción, que los contenidos les provocaron una profunda reflexión acerca de la actitud del latinoamericano promedio frente al desarrollo de los pueblos. Y es que el video es una radiografía de la actitud perezosa, indisciplinada e irresponsable de una estirpe mediocre, acostumbrada a mendigar, desordenada, displicente, experta en excusas, de una tal “malicia indígena” que no tengo idea a quién podría enorgullecer. Muestra que una cultura de improductividad, negligencia y facilismo nos tiene precisamente en el lugar que merecemos: el subdesarrollo. Es, a grandes rasgos, una comparación entre nuestro potencial nacional y el de otras naciones que nos llevan años de ventaja, refiere en cifras los recursos naturales, población y territorio, para mostrar por qué en otros países es mucho más próspera la industria, la exportación, la expansión económica, y por lo tanto el empleado promedio tiene mayores garantías, estabilidad y prebendas, por qué su calidad de vida es mayor que la nuestra, los niveles de corrupción son menores y las políticas públicas son más eficientes.
Acá en nuestro mundo, ese dizque mundo del “rebusque”, muchos viven como sobrevivientes, poquiteros, hacen solo lo que les toca, casi que por obligación, se conforman con “vivir para el diario”, se las dan de muy avispados… ¿avispados? Claro… le entregan la autoridad a una élite corrompida, clientelista, aferrada al poder, y año tras año, elecciones tras elecciones, seguimos siendo abusados, asaltados, impedidos, engañados, utilizados, desprestigiados, menguados, o sea lo que para muchos significa: gobernados.
Cualquiera con dos dedos de frente se alarma cuando la verdad le golpea en la cara. Para hacer clara la posición del autor, les puse como ejemplo la actitud que asumen algunos estudiantes al finalizar el año escolar: mendigar una o dos décimas para “completar” la nota final –“profe, nada le cuesta, súbame…”, “déjeme otro trabajo profe, yo le cumplo”.
Así es. Este es el país de las promesas, de las excusas, de los avispados que copian las tareas de los demás… con errores y todo. Los avispados que confunden la amistad del profe con la alcahuetería, los falsetes que sonríen solo cuando pueden obtener beneficios particulares, los ordenados que esperan al último día para presentar sus torpes argumentos, los populares que creen que unos cuantos “me gusta” en el face los sacará del anonimato, los indefensos con los que todo el mundo tiene obligación, atenidos a la voluntad de otros, dispuestos a vivir de las migajas. ¿Malicia? Claro que es malicia colarse en las filas, llevarse para la casa la dotación que le entregan en la oficina, llegar con el mandado y no entregar las vueltas, quedarse callado cuando le entregan dinero de más. Y, como si nada, se sienten orgullosos de esa “malicia”. Y de lo indígena, claro, esa actitud sumisa, esperando siempre que les den la orden para poderse mover, nulos, todo se lo tienen que decir: -“es que como nadie me dijo…”. A veces no son capaces ni de decirle al otro que tiene un moco horrendo en la fosa nasal porque les da pena, se quitan cuando su papá les va a dar un abrazo delante de los amigos… esos amigos que seguramente les van a dejar tirados justo cuando más los necesiten, porque hasta para ser amigo se necesita tener ética y principios.
Ni se diga de aquel colombiano que se enoja cuando le piden que haga bien su trabajo, la eficiencia se convirtió en un mito y las exigencias en un insulto, la calidad es un sueño y la excelencia una utopía. Venerar al Capo y a los mediocres protagonistas de alguna tele es el más patético reflejo de la manera como proyectan sus anhelos, y lo peor es que no hacen nada para alcanzarlos: para ganarse la lotería, el lotero tiene que llegar hasta su puerta, fiarle la fracción y garantizarle que se lo va a ganar, si no, no vale la pena. Total, para la plata fácil quedan excelentes opciones como traficar con droga o llegar a E.U. por el “hueco”, “mantequiar” unos añitos y llegar con un “plante” para una panadería de barrio… modesta, “pobremente pero a lo bien”.
Los japoneses trabajan con disciplina y responsabilidad con el objetivo de dar tranquilidad y estabilidad a su siguiente generación, así van asegurando con suficiente anticipación el bienestar social y económico de su país... ¿Aquí? todo el mundo se mata por tener cualquier peso, hasta con la propia familia, se desvive por conseguir “chichiguas”, y de una en una, ahorra un capital que a los seis meses no le más que para ir a pasear a la costa, y eso que en temporada baja.
Mis estudiantes se ofenden y hasta se asustan al escuchar la palabra “mediocre”, les parece muy cruel el término, inapropiado, tal vez porque ni siquiera se han tomado el trabajo de buscarlo en un diccionario, muy propio, por supuesto, de su cultura. Ellos hacen parte de una civilización que trae el lastre histórico de lo absurdo e insustancial, un pueblo que lleva siglos escuchando que no existe la perfección, o que sus dioses perfectos les mandan a decir que toca ser pobres para llenarse de gloria una vez palpen la tumba. Una sociedad frívola que idolatra a las peores personalidades, que se regocija en el mal ejemplo de la farándula o en los discursos prometedores de las peores ratas, que vende su voto y su país por cualquier sobra.
Las últimas, y en especial la actual, son tristemente las generaciones del “granito de arena”, mezquinas, cicateras, volubles, que han construido una vida informal llena de malos hábitos: ¿y yo por qué?, mañana le pago, no tengo tiempo, eso no me toca, dejémoslo para el lunes, me voy a reportar enfermo, pongo dos mil…
Pueblo chicanero, que cree que tiene las mejores fiestas en todo el mundo, que según su minúscula visión del planeta es el más alegre a pesar de los problemas, pueblo fachoso que jura que sus estrambóticas festividades le imprimen un carácter de “modelo rumbero” a seguir, proletariado que en sus extravagantes verbenas se mata o acaba hasta con el nido de la perra.
Aquí viene entonces lo peor y más caricaturesco de mi relato. Tras una lectura crítica con los estudiantes sobre el contenido de aquel video, que por sus caras estoy seguro que sobrevino uno que otro golpe de pecho, creí haber cumplido con el propósito de esa clase. Queda uno medianamente satisfecho si al menos nota en sus comentarios que entendieron lo que el autor quiso decir.
No muchos días después les dejé un taller de análisis sobre política y economía, para lo cual tendrían un plazo de cuatro semanas. No me sorprendió encontrar, una vez tuve los trabajos en la mano, que ni siquiera para hacer trampa tuvieron astucia (les falló la “malicia indígena”). Los que no tenían esta particularidad, carecían totalmente de cualquier rastro de esfuerzo y compromiso con su educación. Víctimas de su “intransigente” profesor, no dudaron en reclamar y someterme a toda clase de acusaciones: no fui justo, no tuve en cuenta su particular visión de la vida, en fin, torpes excusas. Muy cínicos, los autores de tres de los trabajos que evidentemente se habían copiado (hasta los errores) me pidieron reconsiderar la valoración, en otra ola de explicaciones insulsas que me traían de la risa a la angustia. Al recibir mis argumentos acerca del porqué de su nota, se retiraron indignadísimos.
Pasados treinta minutos fui requerido por dos compañeros directivos al hallar un pintoresco cuadro: dos padres de familia rodeados de cien estudiantes de grado once solicitando un espacio para sus reclamos. Concedido el espacio y tras escuchar cualquier cantidad de necedades, no tardé mucho en inferir que estos padres estaban lejos de asistir a sus hijos en la compleja labor de educarles con ética y principios, pero sí eran capaces de tejer en menos de media hora la tremenda manguala con la que esperaban lavar las culpas de sus hijos y, de paso, las propias.
Con las evidencias en la mano, y tomándose un espacio prudencial para leer aquellos textos que demostraban el engaño, creí que los padres reaccionarían y algún viso de raciocinio iluminaría el recinto, mas fue la oportunidad para descubrir de dónde provenía esa actitud irresponsable de los estudiantes: la educación no solamente empieza en casa sino que ahí se cultiva y, como en muchos casos, ahí muere. Siente uno eso que llamamos “pena ajena” además de impotencia, al descubrir que nada podemos hacer por estos muchachos ya que sus propios padres son quienes sabotean, impunemente, el proceso educativo. Estoy seguro de que a mis compañeros docentes también los embargó la frustración, al ver cómo en la casa desbaratan cuanto hacemos en el aula.
A la mitad de menudo circo no hay argumento que valga, esa fijación del latinoamericano promedio de querer poseer la verdad absoluta impide que oído alguno sea capaz de escuchar. Y más allá de este atropello contra el sentido común, sobrevino cierto tono soberbio y grosero que por poco hace perder los estribos de algunos de los presentes. El único acuerdo posible: premiar la treta de estos chiquillos vivarachos y retozones, enaltecer la bagatela, honrar la pereza y justificar la ineptitud.
Voy a omitir, con el perdón de quien lee, el desenlace de esta odisea porque es más triste que la trama. Y eso que no es más que otro triste capítulo de una sucesión de infortunios que se repiten, y se repiten, y se repiten en el prontuario escolar.
Permítanme, jóvenes estudiantes, en oración interrogativa parafrasear uno de sus escasos aportes a la expresión popular: ¿SERÁ QUE AQUÍ NO PASA NADA?

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