JOSE LOPEZ HURTADO*
Colombia ha perdido de manera irrecuperable cerca de sesenta años,
durante los cuales han sucumbido generaciones enteras de soldados, labriegos,
mujeres, intelectuales, ciudadanos del común y niños, a los que se les quitó
impunemente su derecho a la vida.
Pero también durante esas largas décadas el país fue hundiéndose
en el ostracismo internacional, y condenado de manera irreversible al
subdesarrollo y a la pobreza, por cuenta de la violencia fratricida desatada
por minorías criminales ávidas de poder y de riqueza.
Los anaqueles de las bibliotecas están repletos de diagnósticos de
propios y extraños, sobre las causas de la hecatombe, que terminan perdiéndose
en el océano de las responsabilidades ajenas.
Los colombianos vivimos, por eso, presos de nuestros propios
miedos que se nos ha transmitido casi que genéticamente, pero que siguen siendo
alimentados por las diarias tragedias que acechan a la vuelta de la esquina.
Hemos transitado el largo viacrucis de sangre casi que con
abnegación, como un sino trágico, del que no se ha podido escapar, y lo que es
peor, como lo dijera hace pocos días el reconocido columnista español Alonso
Ussia, sin la estrecha solidaridad internacional, que hubiera sido lo deseable:
"A uno personalmente le duele mucho más la tragedia de Colombia que la de
Irak... La bellísima nación de gente buena que nos da día a día, una lección de
valentía desde su soledad", escribió.
El Presidente Santos desde el día de su posesión anunció la consecución
de la paz, como una de las prioridades de su gobierno, sin que ello
significara, en modo alguno, dejar de lado la prerrogativa en el uso de las armas,
en su condición de jefe supremo de las fuerzas armadas que la Carta Política le
confiere.
Aun cuando no se ha hecho un anuncio oficial, todas las señas
parecen indicar que el momento de avanzar hacia un proceso de diálogo y
negociación del conflicto armado con las FARC, ha llegado, en un ambiente
marcado por el sigilo y la prudencia, propios de un gobierno serio que no está
dispuesto a cometer los mismos errores de protagonismo mediático que
caracterizó a algunos intentos gubernamentales en el pasado. De ser así, las
fuerzas vivas del país, la sociedad civil, los partidos políticos deben rodear
al Presidente.
No se puede retroalimentar la tragedia sin fin, como algunos
sectores lo predican en su obscura dialéctica guerrerista, porque el que sigue
perdiendo es el pueblo, que ya está cansado de la altísima cuota de muertos que
ha puesto en un conflicto armado inútil y estéril.
Para sentar, por fin, las condiciones de prosperidad y de
desarrollo largamente postergadas, el Presidente Santos ha decidido apostarle a
la historia. Lo acompañamos incondicionalmente, en su empeño. Que ojala, al
final, esté adornado con los laureles de la victoria y el reconocimiento y
satisfacción unánimes de su pueblo.
* Analista
Internacional, colombiano.
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