Diógenes Díaz Carabalí
Lo de los falsos testigos, que ha sufrido el exdiputado del Valle
del Cauca, no es un tema nuevo, y sin duda no lo será en el futuro dentro de la
estructura filosófica y física de nuestra justicia, donde al parecer muchas
veces fiscales y jueces demuestran ensañarse contra los acusados, a quienes
condenan ante la picota pública y encarcelan sin consideración y sin reunir los
suficientes elementos probatorios antes de la decisión de un juez de la
república.
Todo el país ha vivido la tragedia de Sigifredo y su familia,
convertido en héroe por sobrevivir a un secuestro aberrante, pasado como
villano ante el mundo con tamaña acusación de complotar en el secuestro y
asesinato de sus compañeros, finalmente pudo demostrar su inocencia porque
todas las pruebas presentadas por el fiscal del caso, no tenían asidero de
veracidad ni de legalidad.
El caso de Sigifredo López me ha hecho revivir uno que padecí en
carne de un hermano mío y cincuenta campesinos más de la Bota Caucana. Muchos
de esos campesinos, quienes pensando que no debían nada ante la ley, regresaron
a sus lugares de vivienda y fueron vilmente asesinados por paramilitares, por
el solo hecho de que la Fiscalía Quinta Especializada de Neiva ordenó su
detención, acusados de auxiliadores de las guerrillas.
Vi impotente, sabiendo que mi hermano era inocente, cómo lo
detuvieron durante un año, en las aberrantes condiciones de las cárceles colombianas,
solo porque, repito, el Fiscal Quinto Especializado de Neiva se le antojó. Su
fundamento jurídico era el testimonio rendido ante el DAS, no ante autoridad
competente, de un supuesto miliciano (supuesto, porque tampoco había sido miliciano,
y por ello la misma guerrilla lo asesinó), en el sentido de que mi hermano y
cincuenta campesinos más eran colaboradores de grupo subversivo, a cambio de
los pagos hechos por los organismos del Estado por cada “guerrillero” que
denunciara.
No se le ocurrió al señor Fiscal Quinto Especializado de Neiva que
este supuesto miliciano jamás dijo dónde se encontraban sus camaradas, dónde
estaban los campamentos, cuáles eran sus enlaces criminales, sino que señaló
labriegos humildes, y a mi hermano, Concejal del municipio de Santa Rosa, Cauca,
por el partido Liberal, quien había hecho, pese a las amenazas, campaña por el
señor Uribe, y durante toda su vida había defendido el estado de derecho y la
justicia colombiana.
Su encierro hizo que los paramilitares llegaran un día a su finca,
le hurtaran el ganado y hasta las herramientas de labor, y que lo amenazaran de
muerte si no se marchaba de la zona. Ese hecho causó que su familia se
desperdigara, que perdiera la base de sus actividades y que tuviera que
alejarse del entorno de sus amistades. Ese complot, que nos ha perjudicado a
todos, porque bien es sabido cuáles son las consecuencias de ser “pariente” de
un subversivo, finalmente pudo ser desmontado, pero mi hermano, desplazado,
hace dos meses murió casi en la miseria, dependiendo su sustento de la caridad
pública y del escaso apoyo que brinda el estado a los desplazados por la
violencia.
En buena medida la presión por su encarcelamiento, la pérdida de
su dignidad, la pérdida de su moral, de su familia, de sus amigos, de su
soporte económico, descompuso su salud y falleció por un problema
neurovascular, sin que viera hacerse justicia ante uno de los casos más
injustos que se puedan conocer de los falsos testigos y de una justicia que
deja muchas dudas en sus actuaciones. Y porque la guerra siempre apabulla a los
más débiles, y la débil justicia parece que se hubiera extraviado del camino.
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