Viernes 24 de agosto, 2012
De: Mario Pachajoa Burbano
Amigos:
Juan
Esteban Constaín Croce, nació en Popayán en 1979, hijo de Alfredo Constaín
Aragón y Gloria Croce Di Pettra. Es un joven escritor autor de exitosos libros
y ensayos, profesor de la Universidad del Rosario, siendo sus áreas de interés la
filología y la historia cultural. Es doctorado en Historia del Mediterráneo y Magíster
en Historia, ambas de Venecia e historiador del Melton College.
Cordialmente,
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Libros sagrados
Por:
Juan Esteban Constaín
5:21
p.m. | 22 de Agosto del 2012
El
Tiempo. Bogotá.
Lo mejor de la literatura es eso: el placer y el desparpajo que
nos da, la invitación a irrespetar las cosas y a rasgar los velos. Profanar a
los clásicos es la mejor manera de entenderlos.
Siempre que alguien me habla con reverencia de los libros importantes
y obligatorios, de las obras maestras de la humanidad -si viene en mayúsculas
"la Humanidad", tiemblen-, recuerdo en el acto, como un mantra, el
conmovedor discurso que pronunció Antonio Muñoz Molina cuando el Congreso
Internacional de la Lengua Española en Cartagena, en marzo del 2007.
Fue durante la inauguración del congreso, el lunes 26, y había
allí reyes y académicos y borrachos, todos juntos y felices. García Márquez
estaba de blanco, al final cayeron del cielo mariposas amarillas de papel; él parecía
un niño, saludando con gran respeto y pompa a los borrachos, como debe ser.
Hablaron muchos ese día pero solo recuerdo (recordar es mi verbo favorito, el
corazón como lugar de la memoria) lo que dijo Muñoz Molina.
Dijo que le debía muchísimo a Cien años de soledad y que había
tenido la fortuna de leer esa novela prodigiosa, en la España de su niñez, como
leyó también el Quijote: sin saber que eran libros sagrados, sin el miedo que
infunden los clásicos y su inmortalidad. Eso mismo le pasó a un amigo mío, uno
de los lectores más lúcidos que conozco: que odiaba leer hasta que un día,
castigado, abrió un libro al que le faltaban los primeros capítulos. Se lo
devoró cual folletín sin saber que era Cervantes.
Es también la historia de Juan José Millás cuando era niño. Su
papá vendía libros a domicilio, de puerta en puerta. Y mientras él lo
acompañaba se los iba leyendo todos, desde los cuentos de Trueba hasta los
manuales de ingeniería. Así leyó obras maestras de la literatura sin saber que
lo eran, y muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, cuando
alguien le mencionaba con soberbia el argumento de algunas de ellas, él se
sorprendía de haberlas leído todas, así no más.
Pero el mejor cuento de estos lectores perfectos está en alguno de
los 12 tomos de las obras completas de don José Ortega y Gasset, el más grande
prosista de nuestro idioma. Es la historia de un amigo de su papá (don José
Ortega y Munilla) que iba siempre a las tertulias de Madrid y oía hablar de
libros importantes, "imprescindibles": Crimen y castigo, Crítica de
la razón pura, Macbeth, La Biblia. Oh.
A este contertulio le fascinaba la idea de ser culto y erudito,
como sus amigos. Pero había un problema: odiaba leer. Entonces hizo algo
increíble: cada vez que oía el nombre de algún libro inmortal (digan ustedes
Fausto) se iba para su casa y él mismo escribía uno con ese título, sin
importar el argumento. Luego lo encuadernaba. Así llegó a tener, en pocos
meses, la mejor biblioteca del mundo: la única en que su dueño era también el
autor de los clásicos de la literatura universal.
Una profanación, sin duda, pero brillante y necesaria. Porque
quizás la tragedia mayor de los clásicos es serlo: volverse objetos sagrados e
intocables, inaccesibles, cuya importancia todo el mundo reconoce con miedo y
devoción para no tener que comprobarla ni vivirla de verdad. Qué bello es el
traje del emperador, qué telas más finas. Que nadie lo critique.
Y es una lástima, porque lo mejor de la literatura es eso: el
placer y el desparpajo que nos da, la invitación permanente a irrespetar las
cosas y a rasgar los velos. Profanar a los clásicos es la mejor manera, si no
la única, de entenderlos. Todos, desde la Ilíada hasta Ulysses, desde el
Decamerón hasta el Antiguo Testamento, todos son un juego y una ironía. Clásico
es aquello que siempre está vivo; aquello que podemos recordar, ojalá a
carcajadas.
Quizás no esté tan equivocado el pobre Paulo Coelho: toda la vida
ocurre en un día, todo gran libro es un tuit. Lo dijo Ovidio en su novela:
Stephen Dedalus, con artes ocultas, le robó las alas al viento.
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