Pbro. Edwar Gerardo Andrade Rojas
Párroco Iglesia de la Stma. Trinidada – Santander de Quilichao
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Juan 13, 34).
Todo
el oro de la vida no vale la alegría, la felicidad de amar y ser amado, de ser
acogido por el “otro”, acogido en la comunidad. El cristianismo es amor. Donde
no se ama no hay verdadero cristianismo. Mientras se odia mucho, se ama todavía
muy poco. Solo el que se abre verdaderamente al Señor consigue abrirse a los
hermanos con un auténtico amor fraterno. La auténtica apertura a Dios siempre
tiene como consecuencia una apertura paralela a los hermanos. Si realmente nos
hemos convertido al Señor, al recibir el don del Espíritu Santo sentimos la
necesidad de unirnos a otros hermanos para caminar con ellos hacia el Señor y
compartir penas y alegrías, como lo que el Señor va haciendo en la vida de cada
uno de nosotros. En la primera comunidad cristiana “Acudían asiduamente a la
enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las
oraciones” (Hechos 2, 42). Tengamos en cuenta que el fracaso más grande que puede
existir es pasar la vida sin creer en el amor. El peligro evidente que tenemos
los creyentes es pasarnos la vida hablando del amor, pero sin dar un salto
adelante en tan delicada tarea.
Seremos juzgados si somos o no discípulos de
Cristo por el amor. El amor al prójimo es la raíz y fin último de la
mayoría de los preceptos de la vida cristiana “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama
al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no
matarás, no robarás, no codiciarás y
todos los demás, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en
su plenitud” (Romanos 13, 8-10). Nuestro prójimo es la persona o personas que están próximas a
nosotros, aquellas con las que convivimos y nos relacionamos diariamente y que
tienen unos rostros muy concretos y también unos defectos bien concretos.
¡Cuántas veces la disponibilidad y buenas maneras que mostramos a los alejados,
se nos convierte en egoísmo reconcentrado y agresividad con los que viven a
nuestro lado! La capacidad real de nuestro amor queda en entredicho cuando
tenemos que convivir con tal o cual persona en particular que no nos agrada. Y
es aquí donde está nuestro prójimo. Hemos de mostrar, respecto a nuestro
prójimo, la misma motivación y la misma entrega que se nos exige respecto a
Dios porque se trata de un único amor, aunque aparezca con rostros diferentes “Si alguno
dice: amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a
su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Juan
4, 20). Miremos cómo andamos
de caridad real con nuestro prójimo, y ello nos dará la medida real y exacta de
nuestro amor a Dios manifestado con las obras.
¿Cómo cumplir el gran precepto del amor si damos cabida en nuestra alma a
sentimientos de odio, de envidia o de agresividad, aun cuando nuestro
comportamiento externo con el prójimo sea más o menos correcto? El amor es, ante todo, un asunto del corazón y ningún
corazón puede amar si no está limpio de resentimientos y de pasiones
destructivas. Esforcémonos en pensar bien: he aquí el principio fundamental. El
principio negativo de la desconfianza: piensa mal y acertarás, ha de ser
sustituido por el principio justamente contrario: piensa bien y practicarás la
caridad verdadera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario