FABIO
ARÉVALO ROSERO MD*
Tendría ya unos ocho años, pero aún conservaba intacta la
inocencia de la Navidad y creía en el Niño Dios. Por ello aquella Navidad me
propuse conocerlo en persona para agradecerle algunas cosas y reclamarle muchas
otras decepciones. Mis padres intentaron dormirme de mil maneras, aunque el
sueño me venció a la media noche. No olvidaré jamás aquella mañana de Navidad,
mi decepción fue mayúscula no encontré casi nada en el pesebre. Si el Niño
llegó fue solo a verme y no había respondido mi carta.
Pero esa noche un sueño extraño llenó mi corazón de dudas. Algunas
lágrimas mostraban mi tristeza. Mis padres no tenían buena situación económica,
estaban mal, mis hermanos muy pequeños se alegraban con una pandereta y un
sonajero. Me senté en el borde de la cama y seguí llorando, mientras recordaba
al ángel que en mis sueños me había dicho algo que no podía creer y que me
había quitado la ilusión de niño. Por eso mi llanto y mi tristeza esa mañana de
25 de diciembre. Con su dulce voz de ángel había dicho: "Me extraña que a
tu edad no lo sepas: el Niño Dios y Papá Noel no existen, son los adultos,
generalmente los padres, los que compran los regalos".
Después de levantarme y para evadir un poco la tristeza salí a
caminar y me encontré con muchos niños jugando en las calles y comentando entre
ellos los regalos recibidos, que por cierto eran hermosos. ¡Claro!, pensé, los
padres de estos niños tienen dinero suficiente para comprárselos. Seguí
andando, sin rumbo fijo, y así pasé por un barrio más pobre, por el hospital, el
parque y vi que todos los niños tenían algún juguete entre sus manos. Los
sentimientos eran similares en todas partes. Padres e hijos del barrio rico, la
iglesia o el hospital llevaban en sus rostros la misma expresión de felicidad,
sin relación con el valor material de los regalos, se reflejaban en sus miradas
la emoción, la alegría, el amor. Fue entonces cuando mis labios volvieron a
sonreír.
Esperé la noche para hablar con el ángel de mis sueños y cuando
llegó le conté lo que había visto. Me escuchó con atención. Sonriente y
juguetón como siempre, me dijo: "Mientras haya gente buena, corazones
abiertos, personas que amen a los niños, a las que nos les importe el color de
la piel o la posición social, el Niño Dios, Papá Noel o los Reyes Magos seguirán
llegando, ellos jamás dejarán de venir".
Su risita sonora se fue apagando, mientras se elevaba hacia el
cielo. Yo me quedé mirando cómo se perdía en la noche y entonces me pareció ver
entre las estrellas las siluetas de los Reyes Magos y de Papá Noel que se
alejaban con las bolsas repletas de cartas ilusionadas. ... una de aquellas
cartas era la mía.
*Candidato a Premio Nacional de Paz 2012
En este enlace se puede disfrutar de una parábola de Navidad con
lección de vida:
No hay comentarios:
Publicar un comentario