miércoles, 28 de noviembre de 2012

MADONNA


Rodrigo Valencia Q
Especial para Proclama del Cauca

Llegó la “reina del pop” a Colombia, precedida del aval e ingente propaganda de los medios de comunicación; se la esperaba, se antoja un evento para multitudes; ya vi las colas preparándose para un espectáculo de mucho hervor de sangre, fiebre y delirio. El ídolo, el ángel o el demonio. Tal vez la admiro y la rechazo, aunque no sé qué es exactamente lo que yo admiraba de ella: sus bucles monos de una época, despeinados encima de la frente; sus cejas y pestañas extraordinariamente negras, que incineraban una tersa palidez del rostro, algo así como de heroína del cine mudo, con su lunar postizo encima del labio, a lo Marilyn; y con toda seguridad, su extraordinaria risa blanca, franca, extrovertida, nada angélica, es decir, todo lo contrario a una enigmática sonrisa de Monalisa, todo lo contrario a una arcangélica sonrisa de cualquier madonna de Rafael. Y lo que rechazo de ella: esos brazos delgados, tallados, musculosos a base de gimnasio; esa cadera angosta, casi masculina, y todo lo que no asimilo de ella, lo que me choca de manera prejuiciosa, todo el pastiche espectacular de la mentira que la endiosa hasta el paroxismo y el delirio.

Una vez vi un video; rodeada siempre de amigos de color, y de otros que le hacían un cortejo extraño; la adulaban, la cuidaban y servían como a un dios, a diestra y siniestra. Comía sin parar golosinas, acompañada de extravagantes lujos, de objetos de arte y de ceremonial, magia caída en la precariedad de un contrasentido, “religioso” culto con sus rezos antes de cualquier presentación, con su “amén” que no disimulaba su adicción a los chiclets, siempre jugando descomplicadamente en sus labios de mujer imagen, mujer consumo, mujer fatalmente hermosa, o pérfida y malévola, según el caso.

En sus representaciones, gala de peculiares escenografías, ella y compañeros de espectáculo dramatizan alguna teatralidad lúbrica, alguna orgiástica danza con alusiones claramente eróticas, que a muchos trauma como piedra de escándalo, de perversa estulticia cargada de anatemas, y que a otros arranca aplausos desencadenados. Una artista de verdad, indudablemente: arroja a los infiernos o transporta a delirios multitudinarios, a dionisíacas experiencias que superan toda fiesta. Todo en ella es una fiesta: su voz rendida a la candela de un ritmo febril, su canto-danza que enloquece al auditorio, su atuendo semidesnudo, extravagante, lo más profano e insinuante en un mundo espectacular, de ídolo más allá de toda medida.

Madonna, una fiesta; el aerosol para la boca seguro le insufla un espíritu de poderío, y su aura alucinante enardece el fuego de su pelvis, símbolo sexual. Un arte para el desenfreno, para el éxtasis de bulla y de locura. A veces sus bucles hermosos; su extraordinaria exaltación de ánimo, su exultante figura de mujer postiza, de emperatriz de la apariencia, la opulencia y la demencia; su risa antimonalisa y su tristeza que nunca vi. No sé nada más de Madonna, sólo lo que vi en esa ocasión en un video: drama, comedia, o tragedia de la condición humana; la suma de contradicciones que es preciso olvidar para no enfadar a la conciencia “pulcra”.

Un ángel cayó del cielo. Su nombre tiene siete letras, y para bendición o desgracia de los humanos de este tiempo, se llama Madonna.

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