martes, 7 de agosto de 2012

Lealtad, valor, sacrificio


Por Alfonso J. Luna Geller

Yo tuve una juventud relativamente feliz, enamorado, pero a veces estudioso; en todo caso, el clásico vago con interés incipiente por el periodismo - ya había dirigido en el colegio el “Vocero Estudiantil” y publicado unas cuantas ediciones de “El Observador” -,  y claro, rumbero y hasta melómano de la década 60-70. De moda la protesta estudiantil y el naciente “estado esquizofrénico consciente entre los estados pasivos del espíritu y la cultura” que promulgó gonzaloarango en Medellín, decidí abandonar la ingeniería química que estaba adelantando en la Universidad del Valle – cursaba segundo semestre, cuando un día de febrero de 1971, a mis pies cayó en una protesta estudiantil Edgar Mejía Vargas, quien luego falleció a consecuencia de las heridas recibidas - entonces, conforme al ritmo de mi agitado instinto, paradojal siempre, resolví experimentar y por qué no, de pronto, consagrarme a otras aventuras vitales. Ya había cumplido 22 años cuando me gradué en la Escuela Militar de Cadetes como Ingeniero Militar, con algunos méritos, como el reconocimiento que me hizo en diciembre de 1974 la Academia Militar de los Estados Unidos, con la Espada West Point, otorgada al subteniente con mejores calificaciones en ciencias militares.

Estas evocaciones vinieron a mi mente hoy, día patrio, porque fui invitado por el teniente coronel (r) Miguel Ángel Rico Zapata, secretario general de la Asociación Internacional de Lanceros "INTERLANZA", a una asamblea extraordinaria que se realizará el viernes 24 de agosto en la Escuela de Infantería, en Bogotá. Seguramente asistiré.

Poco antes de ascender a capitán, nuevamente se impuso ‘mi agitado instinto, paradojal siempre’ como dije ya en el primer párrafo de esta cháchara, y entonces decidí pasar a las reservas, calándome otra vez mi traje de civil, naturalmente. Pero ya había sido honrado con los títulos de Lancero, Paracaidista y hasta con un diploma que certifica haber aprobado el curso básico de inteligencia militar, entre otros. Claro está que el que más impacta y enaltece a un militar es el de Lancero.

Lealtad, valor, sacrificio, son las consignas permanentes que se asimilan con bastante abnegación. Me correspondió hacer parte del exitoso curso internacional de lanceros del año 1976. No recuerdo cuántos éramos, pero sí, que había oficiales de Ecuador, Perú, Costa Rica, Estados Unidos, Panamá, Honduras, Chile, Argentina y Venezuela, y, obvio, nosotros, los que jugábamos de locales. También recuerdo a mi ‘lanza’, el hoy presidente honorario de INTERLANZA, mayor general (r) Gustavo Matamoros Camacho, exjefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Militares y actual gerente de INDUMIL.


El Lancero logra una formación integral como comandante y combatiente luego de mucha disciplina, con entrenamiento firme y voluntad de hierro para entregar hasta la última gota de aliento en su preparación física, técnica y sicológica, que abarca métodos especializados en sanidad, comunicaciones, armamento, tiro, asalto aéreo, resistencia, evasión, supervivencia, fundamentación táctica… "Que el entrenamiento sea tan duro que la guerra parezca un descanso", nos decían, y supongo que reza todavía el despiadado credo castrense que endurece el ánimo, para que al final, a los expertos comandos les sea impuesto el distintivo que con orgullo portan como herederos de ese grupo de llaneros que se caracterizaron por su excepcional temeridad en la batalla del Pantano de Vargas, rubricando con éxito la campaña libertadora.

Han transcurrido 36 años, desde cuando en el fragor juvenil disfrutaba del honor militar de haberme convertido en Lancero; ahora, transitando por el umbral del sexto piso, pienso que la institución armada debe seguir mereciendo el respeto y el apoyo unánime de los colombianos, pero también, que ella debe ganárselos y hacer los esfuerzos suficientes, sobre todo, para no confundir fácilmente el enemigo interno. Sin generalizar, para no poner en duda la necesaria institucionalidad por todos aceptada, en estos años no se pueden negar algunas muy malas acciones que calaron en la conciencia del colombiano común, y que desdicen de la función constitucional de las fuerzas militares y de policía. Es hora de invocar, sobre todo en estas fechas de fervor nacional, que no se considere que el concepto de patria se volvió exclusivo de alguien que la quiera refundar desde el puro centro, porque los colombianos, todos somos diferentes y no arios, somos multiculturales, multiétnicos; en Colombia no hay ‘puros’. Lealtad, valor, sacrificio, consignas que la sociedad en general debiera también asumir para que con base en nuevas actitudes, los colombianos indivisos, pudiéramos contribuir en la edificación de un mejor futuro para esta doliente patria de hoy.

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