Gloria Cepeda Vargas
Entre flores, lágrimas y música, el
5 de agosto de 2012, “la dama del poncho rojo”, María Isabel Anita Carmen de
Jesús Vargas Lizano, Chavela Vargas para los cuates y seguidores de todos los
tiempos, se escapó para siempre a “un mundo raro” y quizá intuido en sus largas
noches de copas y soledad.
A pesar de haber amado y sentido
como pocos a México, país donde vivió desde los diecisiete años de edad, sólo
se le permitió cantar en la televisión y locales nocturnos mexicanos cuando ya era
una mujer de edad madura. Había nacido en Joaquín de Flores (Costa Rica) el 17
de julio de 1919. Cuentan que los chamanes de la reserva natural Nanciyaga que
significa “Tierra de brujos”, le salvaron la vida cuando era niña. Abandonada
por sus padres, creció a la sombra de unos tíos y como tantas niñas pobres y
necesitadas, se vio obligada a cantar en las calles a cambio de unas cuantas
monedas. Así empezó su historia de altibajos, dolores, éxitos y reconocimientos
sazonados con el fuego y la zozobra de todo lo que va y viene entre la leyenda
y la realidad.
Divertida, feroz, indomable y con
inclinaciones sexuales que no ocultó nunca, en una entrevista dada en el año
2000 a la televisión colombiana, se confesó públicamente. Musa de poetas y
cineastas, con José Alfredo Jiménez cosechó sus éxitos mayores y participó
lúcidamente en películas que aún se recuerdan. Joaquín Sabina compuso en su
honor la conocida canción titulada “Por el bulevar de los sueños rotos” y Pedro
Almodóvar, su amigo de toda la vida y uno de sus primeros difusores, la llevó
de la mano a un lugar destacado en el cine español. Bohemia incorregible, portó
con elegancia y desparpajo su polémica manera de vivir. “Escapó de una cárcel
de delirio, de alcohol, de mil noches en vela; quién pudiera llorar como llora
Chavela”, parecen murmurar todavía los vientos compañeros.
Pionera femenina en la
interpretación de canciones rancheras hasta su llegada sólo glosadas por
cantantes masculinos con letras que echan a volar libremente los deseos
desenfrenados del hombre por la mujer, vestía como varón, fumaba tabaco, bebía
y disfrazaba su solitario y controvertido peregrinar haciendo lo que le dictaba
“su regalada gana”.
Personaje de prestigio
internacional y poseedora de un talante sólo atento a los requerimientos del
corazón, recibió, entre otros reconocimientos, la Orden de Isabel la Católica,
el Grammy Latino, la Medalla de Oro de la Universidad Complutense de Madrid, la
Medalla al Mérito de la Universidad de Alcalá de Henares. Fue declarada Huésped
de Honor de la ciudad de Buenos Aires (Argentina) y en el 2009, Ciudadana
Distinguida de Ciudad de México.
No poseía una voz seductora en el
sentido tradicional de la palabra. Lo que motivaba el aplauso muchas veces
delirante del público era su manera visceral de dar forma y color a esas
melodías desgarradas y dramáticas que bullen al fondo de nuestra errancia sin
caminos. No cantaba: gemía, clamaba, desordenaba los sentidos; como un río
salvaje, el rugido ancestral de la tortura humana se despeñaba a borbotones a
través de sus labios desafiantes y sus manos de magro ramaje, arrasando lo que
hallaba a su paso en una avalancha sensual que parecía alumbrar entre relámpagos
y tiernas confidencias, el raudal genésico del universo.
Dicen que fue amante de Frida
Kahlo, esa mujer que accedió a los desasosiegos del arte como si pagara una
deuda de siglos, recocida en indescriptibles desquiciamientos físicos y
frustraciones incomprendidas. Con ella y con Diego Rivera formó un trío que
retó las tormentas del alma y las costumbres de una época de supra realidades
todavía vigentes. En las páginas de su libro autobiográfico “Y si quieren saber
de mi pasado”, hay un capítulo entero dedicado a la pintora. Como su amiga
íntima que fue, ahonda y concluye con conocimiento de causa en el terrible amor
de Frida por el siempre infiel Diego Rivera, el suplicio que fue su corta vida,
el estremecedor huracán de sus óleos y aceites abrasados.
Satanizada y querida hasta la
alucinación, fue el suyo un camino de amores y desamores, de arribos y
despedidas, de caídas y levantamientos. Como una guitarra en bandolera, se
terció al hombro alegrías y tristezas y las pulsó hasta el fondo. No bebió sólo
ese nepente perseguido con saña por vericuetos y charcos de la noche. La vida,
esa compulsión hondamente enraizada en el seso y los tuétanos, fue apurada por
ella hasta agotarla.
En abril del 2010, a los 91 años
de edad, presentó “Por mi culpa”, su más reciente material discográfico y con
93 años a cuestas, cuando nadie creía que volvería a cantar, lanzó “Luna
grande”, un libro disco donde se adentra en las desconcertantes recámaras interiores
de Federico García Lorca. Fue el homenaje rendido a su legado, a los gitanos
sacralizados en la galanura del romance, a su personalidad magnética, la misma
que Luis Buñuel en las páginas de “Mi último suspiro”, convoca diciendo: “Era
tan encantador que cuando estaba presente no hacía frío ni hacía calor, hacía
Federico”.
Hasta el tramo de existencia que
le correspondió, se desangró en personajes que hoy llamamos históricos porque
no existe otro calificativo al alcance de la palabra. Nació y se asomó al
asombro del siglo XX con la Revolución Rusa y los descoyuntamientos bretonianos
santiguando la libertad y retando el desbalance. “Los artistas estamos
sosteniendo un mundo que se está cayendo”, decía cuando siempre dueña de una
lucidez curtida en algazaras y experiencias vividas, terminaba afirmando con
voz admonitora: “Soledad es libertad”.
Hitler, Roosevelt, Stalin,
Franco, Al Capone, Pedro Infante, entre otros singulares especímenes,
desafiaron con ella el mismo tiempo. Fue ésa la época de la Primera Copa
Mundial de Fútbol en Uruguay, del puñetazo de “Guernica”, de la oposición de
Trotsky al régimen stalinista. Los días cruciales de una urdimbre plástica
descoyuntada en múltiples tentáculos, de las osadías lluviosas de César
Vallejo, de las piernas dóricas de Marlene Dietrich provocadoramente cruzadas
en los equívocos de “El ángel azul”, de las excavaciones sicológicas de Freud.
Con ella empezó a caminar la industrialización del planeta y se desvertebró la
literatura mexicana entre nopales ardidos y el lenguaje caminero de la llamada
Novela de la Revolución.
Dicen que manejaba la guitarra y
la pistola con idéntica destreza. Eso dicen ahora, cuando ya no puede afirmar o
desmentir. Quedan su silueta flexible como un junco, su valor y hasta su
crueldad para mostrar la herida sin remordimientos. Queda Chavela a secas, la
Chavela de siempre, macho y hembra, voz y trueno, raudo pájaro de mar en esta
tierra desvelada.
Sus últimos años transcurrieron
en Tepoztlán, un pueblo de clima templado donde amanecía dialogando con El
Calchi, su monte-chamán. Ahora yace en el barro y en el aire esta esencia de
animal poderoso. Cientos de personas allegaron su adolorido adiós a “La Vargas”
en la emblemática Plaza Garibaldi en pleno centro histórico del México de sus
entretelas.
Refiriéndose al largo viaje que
precedió a la enfermedad que le costó la vida, dijo: “Yo sabía perfectamente
cuáles eran los costos y valió la pena. Le dije adiós a Federico, le dije adiós
a mis amigos, le dije adiós a España y ahora vengo a morir en mi país”.
Quieran los amados espíritus del
agua y la montaña que sus locos hemisferios y maravillosas sajaduras, encuentren
dónde anidar. La ha de salvar el amor que pregonó con humildad y valentía.
Quedan su voz en penumbra, su menguado y abastecido arsenal. La manera de
administrar el cuero y la sangre que le tocaron a la hora de repartir los peces
y los panes. Que así sea para su bienandanza y la de su recuerdo siempre a la
intemperie como el rubor del trigo y las piedras del sol.
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