domingo, 2 de diciembre de 2012

Pasa el viento


Gloria Cepeda Vargas

Deben ser más o menos las seis de la tarde. Me lo dicen los pájaros retrasados y el olor de los árboles. La flota motorizada de la esquina sale y llega, corre y entra en un oleaje de sudor y bolsas de mercado. Afortunadamente logré vadear la calle, ahora entro como quien gana una batalla en el silencio del barrio cerrado de norte a sur. “Las tardes de Caracas/ azúcar, viento y ron/ cara de yerbaluisa/ frente de papelón…”, cantaban Los Cañoneros, el conjunto musical más “embraguetao” y pachanguero de una ciudad que se escurrió en el tiempo.

El viento caraqueño camina a mi lado, me cuenta los chismes del día, juega con las piedras sueltas, se agacha, se estira y cuando vuelvo la cabeza solo alcanzo a ver su cola de durazno esfumándose rumbo a los agujeros verdinegros del Ávila.

Otra vez me dejó hablando sola, es inútil tratar de sostener un diálogo con este caballero. Siempre es así. Conozco sus empujones y sus caricias engañosas. Como nadie lo ve, realiza pilatunas y tracalerías con la mayor impavidez. Viaja en el Metro bajando y subiendo sin cesar en cada estación, ocupa los asientos reservados para la gente de la tercera edad, entra al cine sin pagar, levanta faldas, bolsos y periódicos cuando le da la gana y se queda dormido sobre los tarantines callejeros cansado de tanto correr irrespetando las vidas ajenas.

A él puedo recordarle el tiempo que llevan desaparecidos la negra chichera de la esquina de Sociedad, los golfeados de Sarría, los dulcitos de coco y las conservas de merey. Puedo comentarle que ahora los innovadores de estilo “pusieron bello” el centro de Caracas y solo quedan las cuatro esquinas tutelares, custodios de los barandales y callejuelas de la plaza. Lo demás son quioscos pintados de rojo con “El corazón de la patria” embanderado.

El tradicional cuadrilátero caraqueño, origen de la ciudad parida por el español Diego de Losada, testigo de las montoneras invasoras del siglo XIX y el ajusticiamiento de próceres republicanos, piedra sillar de la catedral metropolitana, lugar para los negocios y el amor, enclave de diarios tradicionales, fuentes de soda y esquinas donde tertuliaban y piropeaban los abogados y periodistas conocidos, nunca fue solemne ni “fundamentosa”. Este sitio, al que ni siquiera los pataleos guzmancistas lograron transformar del todo, era solo un parquecito lleno de palomas. Pero tenía una gente linda y cortés, unos atildados ciudadanos conocidos como Los Edecanes del Libertador, que poseían sillas marcadas con su nombre y anochecían evocando ante quien quisiera oírlos, los cuentos y las verdades de la Caracas desaparecida. De ellos aprendí más de lo que pregonan los libros de historia, supe que en tiempos de Guzmán las niñas y zagaletones de la crema caraqueña hablaban buen francés y tomaban helados en las botillerías de moda y que el Morocho del Abasto dio su último recital tanguero en el céntrico teatro Principal antes de embarcarse para no volver.

Ahora camino a años luz de esos días. Solo el mismo viento, con sus orejas de campana. Tanto se estira, que arropa toda la ciudad y todavía quedan ráfagas y volteretas desperdigadas por ahí.

Pero basta de escuchar la misma sinfonía. Caracas sigue vestida con su traje de siempre, lo que sucede es que hay que planchárselo todos los días y hablarle con la boca pegada al asfalto cuando baja el calor y los árboles recuperan el pulso. Ahora suelta en voz baja la misma canción; rockanrolera y joropera, vieja pintada, dientes de oro, baila con los pies en la cabeza y se desata como una cascada de diamantes.

Hay segmentos irreductibles. Tatuaje grabado en los huesos de la memoria. Unturas que se guardan en pomos exclusivos, olores pegados a la piel, voces que le pueden a la soledad, ranitas bochincheras y cristofués madrugadores, dejos y pelambres de almidón, puestos de diarios y revistas siempre abiertos. Hay amigos y amores que no viajan nunca, canciones que sobrenadan los bostezos del mar, rincones con personalidad, librerías que nos hablan de tú. Y este viento que me esperaba por las tardes a la salida de la Cinemateca, siempre joven y esbelto como la necesidad de regresar.

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