EL RÍO BAJA Y SUBE POR ESCALINATAS
Interior del Palacio
Nacional. http://medellinrevista.blogspot.com/2009_10_01_archive.html
Por
Leopoldo de Quevedo y Monroy
Loco-mbiano
Discurriendo
por entre calles llenas de gentío y por las decenas de negocios que se
encuentran en el pasaje Junín, pasamos por debajo del puente del metro frente
al Parque Berrío y helo ahí: qué belleza. Hay allí un edificio que se impone
como un castillo otomano. Erguido como un soldado bueno camuflado. Como de
cuatro pisos vestido de rayas negras y blancas como un gato bengalí.
Tal
vez pudo tener aquí la sede Solimán, el magnífico, con su harén y sus
princesas, con salas perfumadas, arcadas superpuestas, adornos colgantes,
frescos y tapices con pinturas sobre las paredes, reloj de piso y floreros
llenos de orquídeas y lirios olorosos y puertas recubiertas de minio rojo y
aseguradas con cerrojos de cobre ocre.
Si
no fuera por el título que se lee en el frontispicio a la entrada, Centro Comercial Palacio Nacional podría
uno decir que ciertamente allí vivió aquel Sultán turco, más toda su corte. Al
entrar, la admiración por la estructura y por las imágenes que evocan, se
aumenta. Hay plazoletas, pocetas con rosetones, una multitud de escalinatas que
llenan el espacio medio y que conducen a los pisos superiores.
No
sabe uno para donde ir y por dónde empezar a subir. La gente se agolpa
alrededor y parece un ejército imperial que custodia la seguridad de Solimán.
Mira uno a la izquierda o a la derecha y ve multitud de cabezas que se mueven
incesantes como un río humano. Se oye que el edificio se mueve, que el río
camina por la escalera y riega con sus aguas los pisos, pero sin derramarse ni
inundar el gran espacio.
El
Palacio, entonces, se transforma y se antoja mágico. Tiene vida con la energía,
las voces, los murmullos, las risas, los pasos y taconeos de quienes entran y
salen. Se abren puertas, se saludan personas. Todo es una mezcla de algarabías,
de olores, de movimientos rápidos de faldas, zapatos, brazos que se alargan
para palpar objetos y probar su calidad y textura.
En
medio de la ciudad, Medellín tiene este tesoro arquitectónico perdido entre la
maraña de almacenes, vendedores ambulantes, músicas entrelazadas de equipos de
sonido puestos sin orden sobre mesas improvisadas y gentes anónimas que buscan
y curiosean sin percatarse del monumento que tienen en frente.
El
orgulloso Solimán, con sus caballos ricamente enjaezados, ya hace siglos está
muerto. Las princesas del harén no existen, su guardia personal con alfanjes en
la cintura ha sido despedida y ya no adornan por fuera el palacio con su
vestimenta colorida. Todo el aparato militar y cortesano ha sido reemplazado
por damas sentadas que ofrecen mercancías en voz alta, jóvenes que empiezan el
oficio, que puede durar toda su vida, de vender artesanías, prendas femeninas,
jeans, zapatos, sandalias, correas de cuero o vasijas de barro quemado.
El
Palacio oriental ha cambiado de rumbo original. Ya no llegan hasta él
embajadores, ministros, políticos o damas elegantes con turbante ni militares
con fez rojo y daga. Sin embargo, la edificación conserva esa dignidad para la
cual fue construida. Su fachada, su portada, con colores severos, su interior
sobrio y concebido para una burocracia lenta y solemne, continúan prestando sus
escalinatas, sus paredes y sus aposentos a la nuevas actividades que la
sociedad del comercio y del consumo le han asignado.
04-12-12 10:46 a.m.
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