viernes, 7 de diciembre de 2012


EL RÍO BAJA Y SUBE POR ESCALINATAS


Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Loco-mbiano

Discurriendo por entre calles llenas de gentío y por las decenas de negocios que se encuentran en el pasaje Junín, pasamos por debajo del puente del metro frente al Parque Berrío y helo ahí: qué belleza. Hay allí un edificio que se impone como un castillo otomano. Erguido como un soldado bueno camuflado. Como de cuatro pisos vestido de rayas negras y blancas como un gato bengalí.

Tal vez pudo tener aquí la sede Solimán, el magnífico, con su harén y sus princesas, con salas perfumadas, arcadas superpuestas, adornos colgantes, frescos y tapices con pinturas sobre las paredes, reloj de piso y floreros llenos de orquídeas y lirios olorosos y puertas recubiertas de minio rojo y aseguradas con cerrojos de cobre ocre.

Si no fuera por el título que se lee en el frontispicio a la entrada, Centro Comercial Palacio Nacional podría uno decir que ciertamente allí vivió aquel Sultán turco, más toda su corte. Al entrar, la admiración por la estructura y por las imágenes que evocan, se aumenta. Hay plazoletas, pocetas con rosetones, una multitud de escalinatas que llenan el espacio medio y que conducen a los pisos superiores.

No sabe uno para donde ir y por dónde empezar a subir. La gente se agolpa alrededor y parece un ejército imperial que custodia la seguridad de Solimán. Mira uno a la izquierda o a la derecha y ve multitud de cabezas que se mueven incesantes como un río humano. Se oye que el edificio se mueve, que el río camina por la escalera y riega con sus aguas los pisos, pero sin derramarse ni inundar el gran espacio.

El Palacio, entonces, se transforma y se antoja mágico. Tiene vida con la energía, las voces, los murmullos, las risas, los pasos y taconeos de quienes entran y salen. Se abren puertas, se saludan personas. Todo es una mezcla de algarabías, de olores, de movimientos rápidos de faldas, zapatos, brazos que se alargan para palpar objetos y probar su calidad y textura.

En medio de la ciudad, Medellín tiene este tesoro arquitectónico perdido entre la maraña de almacenes, vendedores ambulantes, músicas entrelazadas de equipos de sonido puestos sin orden sobre mesas improvisadas y gentes anónimas que buscan y curiosean sin percatarse del monumento que tienen en frente.

El orgulloso Solimán, con sus caballos ricamente enjaezados, ya hace siglos está muerto. Las princesas del harén no existen, su guardia personal con alfanjes en la cintura ha sido despedida y ya no adornan por fuera el palacio con su vestimenta colorida. Todo el aparato militar y cortesano ha sido reemplazado por damas sentadas que ofrecen mercancías en voz alta, jóvenes que empiezan el oficio, que puede durar toda su vida, de vender artesanías, prendas femeninas, jeans, zapatos, sandalias, correas de cuero o vasijas de barro quemado.

El Palacio oriental ha cambiado de rumbo original. Ya no llegan hasta él embajadores, ministros, políticos o damas elegantes con turbante ni militares con fez rojo y daga. Sin embargo, la edificación conserva esa dignidad para la cual fue construida. Su fachada, su portada, con colores severos, su interior sobrio y concebido para una burocracia lenta y solemne, continúan prestando sus escalinatas, sus paredes y sus aposentos a la nuevas actividades que la sociedad del comercio y del consumo le han asignado.

04-12-12                                     10:46 a.m.

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