lunes, 24 de diciembre de 2012



DEBAJO DE LA ALMOHADA UNA ILUSIÓN


Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Loco-mbiano

Ofrecer sencilleces, la candidez son cualidades de seres desprendidos de etiquetas y ritos complicados. Tal como lo hacían nuestros abuelos y aún padres y tías en muchos hogares, en la Navidad. No había árbol con bolitas rojas ni ángeles de pasta colgados en sus ramas. Había pesebre de hule y cartón verde y cubierto de musgo y quiches de monte. No había un sitio asignado para ir acumulando los “regalos que traía el niño dios”.

Los niños desde su primer añito hasta los siete años guardaban la esperanza entre su inocencia de que al llegar las 12 de la noche del 24 de diciembre, bajaba por una cuerdita como en algunas iglesias, el niño dios y dejaba un regalo debajo de la almohada. Cuando, al amanecer, el niño despertaba buscaba ilusionado y allí encontraba lo que por tanto tiempo había esperado.

No había llegado a los pueblos ni a las grandes ciudades el afán con el sello de la novedad y el lujo que ha impuesto la actual sociedad de consumo y de marcas y etiquetas. Ya el niño desde que abre los ojos hoy en día solo cree y acepta lo que le dicen sus vecinos o los medios de comunicación. Y también los padres son unos esclavos de lo que publicita el mercado que viene en trineo desde Taiwán, Corea, Singapur o Bangladesh y que han llegado sin TLCs.

Los caballitos de madera, los camioncitos de Chinchiná, las cornetas que chillaban día y noche, los marranitos de barro quemado que pitaban son meros recuerdos que compran los turistas. Los juegos de lotería, de mesa, de ajedrez, la ropa de casa o de deporte han quedado para otras fechas. La industria nacional no produce aparatos robots, ni ipods, ni tabletas electrónicas, nintendos ni celulares antropomorfos.

El árbol de navidad importado de la cultura gringa hoy luce lleno de bombillas, muñequitos brillantes, luces que titilan. Bajo él debe haber un gran espacio para poner a la vista el oasis de regalos cubiertos de colores y tarjetas. Llegará el momento de abrir su contenido, de romper el celofán y ver la cara de sorpresa que trae consigo la tecnología y el dinero que no viene ni del tío Sam ni sale de la barriga de un dios de Oriente.

Los padres de hoy han perdido la frescura y la ingenuidad con sus hijos. Ya ellos no poseen la varita mágica que hacían aparecer de debajo de las sábanas los regalos pequeños y los dulces que llenaban de alegría los deseos retenidos por la cercanía de la “nochebuena”.

Sí. Había carticas escritas con letras incipientes a papá Noel, con firma, al niño dios, pidiendo juguetes, entretenciones, algo que rodara por el suelo, que hiciera ruido, que volara y echara chispas como un buscaniguas o un chigüiro salvaje. Lo haría reír y disfrutar por una noche, por un día o una semana. Y adiós, tío lobo, adiós, juguete bobo. Ahí quedaba el carro de bomberos o el tren hechos pedazos o la muñeca de trapo despelucada encima de la cama. Juguetes de niño en navidad. Eso eran. Y la nochebuena pasaba…

“La nochebuena, se viene, la nochebuena se va. Y nosotros nos iremos y no volveremos más.” Las cantilenas que escuchamos de niños, la escucharon nuestros hijos y hoy la viven nuestros nietos. A la nanita nana, nanita, nana, nanita, ea… Hacia Belén va una burra, yo me remedaba, yo me remendé…  Zagalillos del valle, venid… Campana, sobre campana… repican, repican aún y llenan de añoranzas estos días. Aún queda el rescoldo de unas tradiciones con horizontes risueños… con arequipe y buñuelos.

24-12-12                                           11:01 p.m.

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